Hay en esas numerosas historias de amor y desamor que protagonizamos como profesores de secundaria básica, por allá por los años 90, argumentos para una serie (otra) que hubiera sido un batazo. Jóvenes con ansias de comerse el mundo, de hacerlo mejor, más diverso, colorido y amable. Más sabio, humano, menos interesado, más agradecido.
Daba la impresión de que a diferencia de mí (que entonces era todavía un Titi, con apenas cinco o seis cursos escolares de experiencia), aquellos primerizos, caídos allí por obra y gracia de una milagrosa ubicación, llevaban un siglo frente a un aula colmada de alumnos de carne y hueso: inteligentes, lentisísimos, aplicados, indiferentes, amados, abandonados, sobreprotegidos, violentados, soñadores, incrédulos, buenos como un pan, abusadores, amables, malcriados, hijos de papá, hijos de la calle, cariñosos, enredadores y chismosos, varoniles, afeminados, flacos, gordos, toscos, atléticos, con acné, fumadores a escondidas, adictos al sexo, pajuatos...
Éramos tan auténticamente alegres, casi felices, que preparábamos nuestras clases con la ilusión de que les pondríamos ante sus vivaces ojos de rebeldes-necesitados de afectos-inseguros adolescentes, todo el universo para que lo descubrieran, lo tocaran, se lo adueñaran...
Lo cuento y tal parece que habíamos hallado el paraíso, y sí, de algún modo; sin embargo, se trataba, al mismo tiempo, de un trabajo que «ahogaba», que solo podía asegurarnos placer espiritual, la satisfacción de que quizá mañana nos reconocieran en campo abierto, lejos de límites y rejas, sin presiones ni compromisos, dos o tres de esos muchachos que pasaban más horas con nosotros que con sus propios padres, y nos atestaban las cabezas de confesiones.
Pero provocábamos demasiada «sospecha», excesivamente entregados para que fuera verdad: cargando montañas de libretas para revisar en casa, en el único ratico que nos dejaba la elaboración de esas lecciones que debían convertir a nuestros discípulos en cuasi científicos y, a la vez, en expertos en historia patria. «¿A qué velocidad trotaba el caballo de Maceo, si la distancia…?».
Y había que «fajarse» con el nudo simple, el ballestrinque y el marinero; arreglárselas con el fuego cónico, identificar huellas de animales, porque quién, si no tú, iba a ascender a «exploradores de la victoria» a esos chiquillos hiperactivos, deliciosos, que esperaban con ansiedad la jornada en que, lejos del control familiar, no pegarían ni un solo ojo bajo la tenue luz de una fogata.
Tenías que ser un apasionado, un loco-cuerdo, para agarrar para la playa con esa tropa dispuesta a levantar todas las olas del mar, y estar siempre atento al mejor momento para hablar de la inercia y la cortesía, cuando tras el frenazo de la guagua, una abuela no llegaba al piso de puro milagro que «ignora» la Física, mientras un ejército de «ciegos» miraba hacia la nada.
Cargarse de coraje para no «rajarse» a la hora de la escuela al campo. Sacar el entusiasmo de donde fuera con tal de no tirar por tierra la contentura de quienes quieres como a tus hijos, llenos de adrenalina y de ideas «perversas», mientras tú tienes el corazón en la boca. Ellos, deseosos por poner a prueba lo que les han contado: la pasta dental, la bota lanzada en la oscuridad; y tú preocupado por las «travesuras de muchachos», por los merodeadores detrás de la carne fresca, por los ladrones especializados en detectar el momento justo en que los profes caen muertos en sus incómodas literas, después de decenas y decenas de surcos interminables que recorren cargando, además, con el peso de una responsabilidad que es enorme, gigante.
Admirables esos ¿últimos soñadores? de entonces: Anita, Lisette, Jainet, Nuriem, Aimee, Dania, Carlos, Annette, Gilberto, Meurys, Nadia, Adrián, Alina…, capaces de despertar «recelos» en los más conservadores, porque no era saludable que aquella muchachada no los dejara en paz, que no saliera de arriba de esos inexpertos que jamás temieron que la naturalidad que los distinguía socavara la admiración y el respeto que, en buena lid, se habían agenciado.
Y el 22 de diciembre representaba para todos un día de fiesta, de fiesta verdadera. Y uno se alegraba sinceramente por el «detalle» con que algunos de tus pupilos te sorprendían, mientras buscabas por los rincones a quienes se escondían detrás de las columnas, porque estabas consciente de que nada había para obsequiar en esas casas suyas que conocías de memoria, que habías visitado mil veces. A nadie se le ocurría trocar jabón por favores. Por el contrario: agradecías a la vida por haberte ganado el escaso privilegio de recibir, como regalo, un abrazo y una sonrisa.
Perfectos ni en sueños, mas llegaron a la profesión por amor, por vocación real, inspirados en esos maestros que los tallaron con la delicadeza con que se pule un diamante. Hubo quienes entraron por dar el paso al frente. Pero incluso esos eran tan buenos, tan puros, creían tanto en la utilidad de la virtud, que no tardaron en comprender que tal vez, sin quererlo, habían dado con la carrera más bella, valiosa y necesaria del universo, esa en la que siempre se está de parto, trayendo al mundo a seres que, sobre todo, hay que enseñar a andar y a pensar... quizá pretendían mucho.