Lo he dicho otras veces. Soy una fumadora, aunque nunca haya puesto un cigarro en mi boca. Tengo que serlo porque de todas las personas que me rodean, la mayoría (quizá) fume, y el humo de sus bocanadas se cuela por mi nariz, sin que se apenen por ello y sin que yo, muchas de esas ocasiones, proteste.
Es que, aun cuando el Programa Nacional de Prevención y Control del Tabaquismo en nuestro país haga referencia a regulaciones que prohíben fumar en lugares públicos y otras medidas de carácter económico y jurídico, la realidad demuestra que no se ha avanzado mucho en ello. Hablamos entonces de un vicio que atenta contra la salud de quien sucumbe ante él y además, con pruebas fehacientes, de quien está en su entorno más cercano.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) cada año hace un llamado a enfrentar el tabaquismo, por ser uno de los factores de riesgo más contundentes de afecciones respiratorias y cardiovasculares, e incluso propone la estrategia MPOWER (siguiendo las siglas en inglés), integrada por seis políticas eficaces que pueden poner freno a esta adicción.
Monitoring (Vigilar el consumo de tabaco y las políticas de prevención), Protecting (Proteger a la población de la exposición al humo de tabaco), Offering (Ofrecer ayuda para poder dejar de consumir tabaco), Warning (Advertir de los peligros del tabaco), Enforcing (Hacer cumplir las prohibiciones sobre publicidad, promoción y patrocinio) y Raising (Elevar los impuestos al tabaco) se presentan como las claves para alcanzar el éxito, pero las estadísticas no son tan favorables como se quisiera.
En este 2020, la OMS se enfoca también en proteger a los jóvenes de la manipulación de la industria para evitar que se dejen llevar por las tácticas de la mercadotecnia que se reinventa todo el tiempo para ganar adeptos. Pero las dinámicas en las sociedades marchan muy aprisa y con solo 12 años (o menos) ya hay quien quiere sentirse como «artista de telenovela» y fumar es parte de un proceso de pertenencia a un grupo social o es la garantía (errónea) de una madurez anhelada.
Ahora, en pleno enfrentamiento a la propagación de la COVID-19, los expertos a nivel internacional han dejado bien claro que los fumadores tienen más probabilidades de desarrollar síntomas graves en caso de padecer la enfermedad, y claro, la evolución sería más desfavorable, teniendo en cuenta que el tabaquismo deteriora la función pulmonar.
Cabría preguntarse entonces si al menos, a partir de una situación como esta, alguien se ha propuesto abandonar este hábito, sobre todo en Cuba, cuando se sabe que el cáncer de pulmón es una de las primeras causas de muerte para mujeres y hombres, y es esta dependencia (repito) una de sus causas más frecuentes. «De algo hay que morirse», me dicen algunos. Pero sigo creyendo que nadie piensa en la muerte cuando enciende un cigarro.
¿Qué nos va quedando entonces? ¿Nuevas leyes, discursos, campañas publicitarias, sanciones, estrategias educativas…? ¿Cómo apelar al sentido común para que la salud se preserve y se gaste menos dinero en aquello que mata?
Apuesto, entonces, por la familia, no me queda otra. Es en la familia donde aprendemos las esencias que luego, al ponernos en contacto con el mundo exterior, nos permiten ser más o menos resilientes, más o menos débiles ante la presión de alguien, más o menos sensatos, vulnerables y razonables.
El ejemplo predica, claro está, y también la comunicación llana y directa. Ser permisivos en exceso daña, (y con el tabaquismo lo somos sobremanera), y promover un entorno familiar saludable pudiera contribuir a que, puertas afuera, también lo sea. Seríamos menos los fumadores y más los miembros de cada hogar.