No es difícil reconocer a un acaparador, sobre todo el que lo hace con fines de lucro, para llenarse el bolsillo tras sus tarimas de reventa. Aunque también existen «acaparadores pasivos», esos que compran mucho para repartir a su familia, o para tener reserva en casa y evitarse algunas colas. Ese, en mi opinión, acapara igual, aunque sin malicia.
Esta pandemia nos permite ver ahora lo que no estaba tan claro hasta hace poco en la cultura popular del cubano: no hay manera de «meterle curvas».
Ernest Hemingway confesó en una entrevista que siempre paraba sus teclazos cuando sabía bien lo que iba a pasar después, para que no se le secaran las ideas.
Sabíamos que afrontaba con estoicismo las vicisitudes de una enfermedad irreversible. La noticia de su muerte, el 24 de abril de 1980, me estremeció. Pocas semanas antes, en ocasión de un viaje a París, había estado en su casa. Conversamos a la hora de la cena. Su voz era casi inaudible. Me preguntó si deseaba dar una vuelta por algún sitio de la ciudad. Sugerí la Place des Vosges, conjunto monumental representativo de la arquitectura francesa del siglo XVII. En el camino iba evocando recuerdos del pasado, anécdotas compartidas con mi padre en la época de la expansión surrealista.
¿Quién aprieta el obturador? ¿Quién guía la mirada? ¿Quién escoge el ángulo exacto? Es ella y no lo es. Es algo sin nombre, algo inasible a lo que hemos puesto misterio o hemos llamado arte. En cualquier caso, Belice Blanco Garcés me ha enseñado a ver el mundo de nuevo. A contemplarlo. A detenerme.
«¿El coronavirus? Eso en Cuba no se va a propagar; son solo esos pocos extranjeros que andaban de paseo y ya. Aquí hay mucho calor y no deja que el bicho ese nos coja».
Una amiga «de redes» me sorprende, a estas alturas, con un mensaje desconcertante. Ha subido una foto a Facebook, con una sonrisa de oreja a oreja —soltada en el centro de una plaza—, junto a una aseveración ilógica: «Buena noticia, el coronavirus no sobrevive al calor sofocante, según estudio».
En los varios años que llevo ofreciendo consejería electrónica, jamás me había entrado una «consulta» tan graciosa como la de hace pocos días. Venía de un abuelo, de visita en Cuba desde hace un par de meses, quien decidió hacerse cargo de dos nietos (de uno y siete años de edad) para que su hija trabaje en las pesquisas sanitarias y la abuela no falte a sus deberes en la bodega del barrio.
Mi mamá llama todos los días después que escucha el parte del doctor Durán. Ella quiere saber cuándo van a reportar cero casos, y me suelta una seguidilla de preguntas que requieren de un panel de expertos para responderlas todas. Termina diciéndome lo mismo siempre: cuida a las niñas, no salgas mucho a la calle; que te digan pesado, pero deja entrar poca gente a la casa.
Hasta el día que lo fueron a buscar, Pedro creía que lo tenía todo previsto: los mandados de la bodega en casa, las ropas limpias y ordenadas como su hogar. Todo. Y una mochila con lo que él consideró necesario en caso de que tuviera que aislarse: carné de identidad, historia clínica, prendas interiores y los medicamentos que le controlan la presión arterial.