Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Ni de aquí, ni de aquí…

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

En los varios años que llevo ofreciendo consejería electrónica, jamás me había entrado una «consulta» tan graciosa como la de hace pocos días. Venía de un abuelo, de visita en Cuba desde hace un par de meses, quien decidió hacerse cargo de dos nietos (de uno y siete años de edad) para que su hija trabaje en las pesquisas sanitarias y la abuela no falte a sus deberes en la bodega del barrio.

El grande no le da problemas porque entre las teleclases, el perro y el celular se mantiene ocupado buena parte del tiempo, pero con el bebé está pasando «el Niágara en bicicleta», dice, y se le ocurrió que yo podría recordarle juegos que hace «mil años» no escucha en nuestro idioma.

Horas después, mientras leía los trabajos de mis colegas en otras provincias, volvía a mi mente uno de aquellos juegos sobre los que dialogué con el señor y me sonreía a solas, pensando en los malabares de mis abuelas para mantenernos en casa cuando llovía o nos tocaba un prolongado apagón.

¿Recuerdan aquello de «Cuando vayas a la carnicería…»? Sí, ese que termina en cosquillas y risas estruendosas. Pues ese fue el primero que le refresqué al lector, porque en estos días me ha venido mucho a la mente, cada vez que veo los mil modos inoperantes en los que la gente lleva el nasobuco, colocándolo en sitios que para nada tienen que ver con la respiración. Hasta he llegado a pensar que lo usan como prenda fetiche, por si las moscas… (o los policías), para no verse requeridos y multados tal vez.

Hace unos días, por ejemplo, una estudiante de tecnológico montó con su «trapito» en una mano y lo usó a conciencia para no tocar directamente ningún tubo del vehículo. Luego lo abrió solemne y se dispuso a colocarlo en su lugar.

«¡¿En serio?!», se me escapó la pregunta, y ella me miró sorprendida. Luego miró la tela (que además de potenciales virus estaba cargada de churre) y sonrió comprensiva. Dobló el objeto contaminado, lo guardó en el bolsillo externo de la mochila, untó gel en sus manos y de otro bolsillo sacó una máscara limpia que colocó con gesto elegante; luego se hizo un selfie y lo subió a las redes llena de felicidad.

«Ni de aquí, ni de aquí, mucho menos de ahí…», va diciendo mi mente entrometida cuando ve tapabocas en la frente, atados como bufandas, subidos a una gorra (como si fueran gafas), dejados sobre la mesa al comer, trasladados a la barbilla para fumar, sobresaliendo de un bolsillo trasero e incluso nadando imprudentes en una zanja, luego de ser desechados al descuido sin tomar en cuenta su capacidad contaminante (también al medio ambiente).

No es despreciable la eficacia de esa pieza si se usa como es, durante el tiempo correcto, con la desinfección adecuada y sin esos toqueteos compulsivos que los convierten en alfombra mágica para la saliva ajena.

Hay mucha tela por donde cortar en este juego de desafiar a la muerte frente a tus literales narices… Y no solo cortar, sino coser, lavar, planchar y reutilizar con cívica responsabilidad. No seas de esos seres que juzgan la categoría de la gente por el acabado o la textura que cubre su rostro, o de quienes se quejan porque el Estado no le suministra de esos «cómicos» descartables…

Dejemos los tapabocas importados para quienes más los necesitan, por su alto grado de exposición y sacrificio, y busquemos en casa un remedio personalísimo. Un sustituto eficaz de tu particular sonrisa. Algo íntimo que besar mientras dure el peligro. Un fetiche efectivo, reusable. Un mínimo mundo privado en el que respirar responsabilidad.

El único juego que recordaba el señor de la llamada era el de hacer barquitos y picúas de papel. Le sugerí amañárselas para hacerles también a los nietos unos graciosos mascarones coloreados, para adaptarlos a usar los de verdad como es debido. La idea le gustó, así que no me extrañaría ver pronto sus fotos en las redes sociales.

 

 

 

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