Mi mamá llama todos los días después que escucha el parte del doctor Durán. Ella quiere saber cuándo van a reportar cero casos, y me suelta una seguidilla de preguntas que requieren de un panel de expertos para responderlas todas. Termina diciéndome lo mismo siempre: cuida a las niñas, no salgas mucho a la calle; que te digan pesado, pero deja entrar poca gente a la casa.
Ella y mi papá tienen más de 70 años, y si van a enfermar de algo pronto es de silloncitis. Apenas se paran de los sillones que están frente al televisor para seguir la pista a la COVID-19. Saben, a veces, más que yo. Reciben partes oficiales y de la calle. Pero cumplen, sobre todo, el aislamiento social.
Dice ella que no sabe cuándo fue la última vez que salió a la calle, y cada vez que mi papá regresa de alguna gestión le cae encima para que se bañe y deje la ropa en una esquina. Él es medio testarudo, me recuerda diariamente, pero ella insiste y lo convence. O lo vence.
Ayer me llamó alarmada porque un vecino le comentó que había leído en internet que unos locos habían hecho una fiesta en no recuerda cuál provincia y varios terminaron contagiados.
—¿Fue eso cierto?, ¿Pero nadie llamó a la Policía para denunciarlos? Eso es una indisciplina; qué indisciplina, una violación de lo establecido. Ahora seguro que la cadena de contactos creció allí. Le zumba el mango. Mijo, a ustedes ni se les ocurra.
«¿Fiestas, paseos...?, hasta que esto no pase y salgamos todos a darnos un abrazo tan fuerte que convierta al ecuador del planeta en la cintura de una criollita de Wilson.
«Deberían sancionarlos. Caballero, que la gente no entiende que esto no es un juego y mira que el Gobierno está tomando medidas, yo miro a Díaz-Canel y su equipo y me pregunto si ellos duermen. Ese Durán, todos los días ahí. Mijo, ¿y Valeria y Diana? Tú no las dejes salir de la casa. Si lloran, que lloren; pero ustedes ahí, firmes, que yo sé que las consienten mucho».
—No, mamá. Aquí todos estamos pendiente de ellas. La grande también cuida a la chiquita.
—Y los nasobucos, no se los vayan a quitar cuando salgan. ¿Cuántos tienen? Yo vi que dijeron que deben cambiarlos cada tres o cuatro horas.
Mi mamá hace un interrogatorio casi igualito al de la pesquisa activa. Pregunta por mi alergia, quiere saber también si respiro bien, si toso de noche. A veces trato de llamarla primero, pero ella lo intuye, no sé, y se adelanta.
Veo su número en el celular y digo ahí está Mirella de la Caridad. No se llama totalmente así, pero me recuerda a Pepe Alejandro, uno de los mejores cronistas sociales que le ha nacido a este país en Revolución.
En una de las crónicas mejor entalladas al cuerpo estilizado de esta ínsula rebelde, Pepe cómo debe estar de inquieto dentro de su casa, él que bombea por sus venas periodismo del bueno, inquisidor, elegante inscribió a Cuba de la Caridad, madre que en los momentos más duros del período especial abrazó a todos sus hijos, por muy largos que fueron los apagones y muy escaso el pan. Y Mirella, que sí es el nombre de la abuela de Valeria, es su versión familiar.
—¿Y para cuándo Durán dirá «hoy no tenemos nuevos casos»?
—Mamá, mientras más enfermos se detecten ahora mejor, menos quedan en la calle y se corta rápido la cadena de contagios. No te asustes por las cifras. Ojalá cada vez que alguien se sienta algo raro o sepa de un sospechoso lo diga a tiempo. Es una vida que se puede salvar. A tiempo, como tú dices, las cosas tienen remedio.
—Mijo, y por fin, fue cierto lo de la fiesta…
—Sí, mamá, lamentablemente sí.