Son tiempos difíciles, en los que el mundo todo enfrenta el mayor combate sanitario de la era moderna: la batalla contra el potente nuevo coronavirus SARS-CoV-2, que provoca la enfermedad conocida como COVID-19.
Aunque absolutizar es casi siempre equivocarse —y a riesgo de ser tildado de chovinista— sospecho que ninguna otra nación del mundo está más y mejor informada que la nuestra en lo tocante a las acechanzas del nuevo coronavirus, ese enemigo invisible y ubicuo cuya repentina aparición ha provocado gran zozobra e intranquilidad en buena parte de la humanidad.
La noticia del comienzo en el país de la aplicación de los test o pruebas rápidas para detectar, en cuestión de apenas 15 minutos, la presencia de la COVID-19, genera mayor seguridad en la población. Pero los resultados obtenidos, la confianza en la capacidad previsora de nuestras autoridades y el alto nivel científico de los especialistas del sistema nacional de Salud Pública no solo deben aportarnos confianza, sino también movernos a cooperar con los esfuerzos que se despliegan —minuto a minuto— para evitar la propagación de la enfermedad.
No es momento para regocijarse por nada. El mundo está herido y nos duele. En todo caso debemos agradecer infinitamente a los médicos que en cualquier parte arriesgan su vida para aliviar el sufrimiento que esta pandemia está provocando.
Primero fue mi exvecina Carmen. Estaba preparando el almuerzo, confundió el pomo de vinagre con uno de hipoclorito y esparció el desinfectante sobre la ensalada. Peor aún: se la comió.
Día para recordar, 6 de abril. El memorándum que escribió L. D. Mallory, en 1960, tenía esa fecha. La Cuba revolucionaria molestaba a los intereses que durante más de medio siglo habían expoliado las riquezas del país, y en el documento daba a conocer al Departamento de Estado que «la mayoría de los cubanos apoyan a Castro» y «no existe una oposición política efectiva» para lograr su derrocamiento. Por lo tanto, proponía como política a seguir: «Una línea de acción que tuviera el mayor impacto es negarle dinero y suministros a Cuba, para disminuir los salarios reales y monetarios a fin de causar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno».
Por estas noches, al filo de las nueve Cuba estalla en aplausos desde balcones, portales y aceras. Son estruendos para honrar a esos sanadores de bata blanca que están al límite, protegiendo con sus vidas la del prójimo. Los heraldos de la salvación aquí y en cualquier rincón del mundo.
Alegres, los peces aletean nuevamente en la recuperada transparencia de los canales de Venecia. Situada en la costa italiana del Adriático, la ciudad alcanzó un considerable desarrollo como puerto abierto al intercambio comercial entre el occidente europeo y las fronteras del oriente. Edificada sobre canales, de ese diálogo de culturas surgió una arquitectura monumental con sello propio, célebre sobre todo por su paradigmática Plaza de San Marcos. De ese auge emergió una escuela renacentista con rasgos propios, encabezada por las figuras de los pintores Tiziano y Tintoretto.
Gracias a las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones conversé ayer con mi amigo. Su voz era igual a la del jovencito que perdí de vista hace más de 20 años. Tenía él el timbre y desenfado idénticos de cuando andaba a tropel en una moto y no se perdía una sola rueda de baile, de las conocidas entre cubanos como de «casino».
Vale aclarar que en la amenazante situación actual, nadie puede pensar que una persona puede cuidar sola de sí misma, y a nadie más importa si decide tirar por la borda la sensatez y la seguridad de su vida.