No es momento para regocijarse por nada. El mundo está herido y nos duele. En todo caso debemos agradecer infinitamente a los médicos que en cualquier parte arriesgan su vida para aliviar el sufrimiento que esta pandemia está provocando.
Pero no sería honesto hacer silencio ante las causas que han hecho exponencial el dolor que hoy se siente; dolor que transmutará en rabia cuando comiencen a sanar las heridas, y los grises infaustos de la tormenta queden en el registro material e inmaterial de las sociedades.
Lo que fue catalogado como extremistas teorías, silenciadas por una prensa cómplice del atraco permanente, de la degradación de la vida y del medioambiente, hoy es una verdad argumentada con cifras de muertos y desgarradores relatos. Las luchas que fueron maniatadas, desmembradas, desaparecidas, apresadas desprestigiadas, ocultadas, minimizadas, divididas, atacadas, hoy se acercan a un presente que porfiadamente les da la razón.
Las laceraciones sociales y personales que un sistema no ha podido evitar, difícilmente podrán ser olvidadas, difícilmente podrán ser soslayadas, difícilmente podrán ser recreadas y reconfiguradas. Si así fuera, dejaríamos de creer en el ser humano.
Sistemas de salud colapsados; médicos y enfermeros desprotegidos; hospitales privados negados a recibir pacientes; cifras ocultadas; ancianos sin esperanza ante la selección grotesca por inevitable; millones de personas hambrientas y desprotegidas; filas de camiones saturados de cadáveres vencidos por la desatención; decenas de muertos insepultos por ser los cementerios privados, son los dantescos relatos sobre la crueldad de un régimen que impuso el lucro y la competencia por encima de la vida.
Más en lo profundo, pero sin dejar de ser visible, la incapacidad de una pléyade de políticos, heraldos modernos de la usura y el egoísmo, nos mostró hasta dónde los dejaron llegar y cómo por sobre los hombros saturados de sueños, necesidades y engaños llegaron a decidir los destinos de naciones enteras.
Políticos que representan al capital, a los bancos que lo deciden todo y van por todo, cuyas matemáticas centradas en multiplicar millones, no alcanzan para sumar vidas.
La pandemia biológica nos puso en la nariz la pandemia capitalista depredadora e inhumana, y juntas nos mostraron una realidad que no veremos en las grandes cadenas de televisión, cómplices del crimen, no por omisión, sino por la ficción que nos han vendido por décadas.
La vieja Europa, siempre pendiente de los planes de EE.UU. contra el mundo, se ha visto huérfana y desprotegida. Norteamérica, que creyó ser el paladín de la democracia y la libertad, llora de impotencia ante su insuficiente capacidad para salvar su gente. Mientras tanto, en la América Latina la espiral pandémica mantiene su paso nefasto.
Los bolsones de miseria de las grandes metrópolis no registran muertos ni enfermos. Los pobres no merecen enfermarse ni en las estadísticas.
Ante el paso firme del virus, letrados dirigentes, tarifados por los grandes bancos, anuncian medidas financieras y económicas. No hablan de camas disponibles, sino de tasas de interés e índices de bolsas. Si acaso de algún recurso para pagar salarios atrasados a los médicos. No hablan de aislamiento social, sino que invocan a los santos y las vírgenes. Y la fe es necesaria, pero los respiradores también.
Esta América nuestra, tan mal repartida y tan bien robada, tendrá que aportar al mundo su cuota de heroísmo y de amaneceres. Contadas son las excepciones que se antojan victoriosas ante la pandemia. Sociedades que anteponen la vida y siembran solidaridad, sin escatimar sudores ni valores. No es preciso mencionarlas. La historia las recordará porque, a pesar de las limitaciones y las agresiones más viles, salvaron su presente y su futuro, y con ellos, la esperanza de un mundo mejor que ya comienza a nacer.