Por estas noches, al filo de las nueve Cuba estalla en aplausos desde balcones, portales y aceras. Son estruendos para honrar a esos sanadores de bata blanca que están al límite, protegiendo con sus vidas la del prójimo. Los heraldos de la salvación aquí y en cualquier rincón del mundo.
Es un largo guaguancó de palmadas, repiqueteando por la vida a la hora del cañonazo. Salvas de salutación fraterna que superan en niveles de contagio a su antípoda: esa súbita peste del siglo XXI, que con su corona pretende dominar a los terrícolas. Una vez más, asistimos al eterno forcejeo entre la vida y la muerte, entre la ciencia y el absurdo súbito. Entre la fe y la desesperanza.
La ovación va encendiendo el país como una guirnalda de amor y gratitud. Crece en fulgores cada noche, y ya extiende su ruidoso saludo, más allá de los hospitales, a tantos misioneros que sostienen nuestro encierro hogareño limpiando calles, cociendo el pan o transportándonos, arriesgándose en sus deberes, alejados de sus familias para que todos tengamos un bocado, agua y luz.
Cuando truenan los aplausos, con ecos hacia todo el planeta, es como si todas esas energías positivas asaltaran el espacio común para neutralizar las gotas de coronavirus a golpe de coraje, autoestima y prudencia, a despecho de algunos obtusos e indisciplinados, y hasta algún que otro vil.
Mientras aplaudimos, se revela el misterio de Cuba, ese que nos imanta en un solo haz por encima de complicaciones, contrariedades, desavenencias y desasosiegos. Presiento que ovacionamos por otros motivos más ocultos, de tenernos los unos a los otros. De conjugar en plural más que en singular de primera persona los verbos de la vida. El nosotros por encima del yo.
Algún día, junto a proezas y verdaderos milagros hospitales adentro, se revelará la urdimbre silenciosa aquí afuera de apoyo mutuo, de voltear la mirada hacia el más desvalido. Se sabrá del trasiego de platos humeantes y humildes desprendimientos y ofrendas que ha urdido el cubano de balcón a balcón, de portal a portal, a la vuelta de la esquina. Distanciados físicamente, encerrados a cal y canto, pero no de corazón. Besando y abrazando telefónicamente, «feisbuqueanamente». Tendiendo brazos largos, que lleguen al más lejano rincón, y al propio tiempo en el mismo barrio tirando cabos en pequeños salvamentos cotidianos, apenas imperceptibles.
Por eso, esta coral nocturna de sonoras reverencias a los sanadores de cuerpo y alma es también un espaldarazo al altruismo, a esa ubicuidad afectiva y solidaria, que está desnudando de sus disfraces, pragmatismos y engañifas al egoísmo ciego del sálvese quien pueda y primero yo y después yo.
Sobrevendrán momentos más complejos de la pandemia, arrastraremos nuevos y mayores contratiempos y carestías, pero no faltará voluntad y coraje para recomponerlo todo, por encima de las inevitables laceraciones. Por eso seguiremos aplaudiendo cada noche, hasta el día de la sanación final. El día de la victoria.