En innumerables ocasiones durante 1990, en un programa de televisión local en el que se debatía de política y en el que participaba diariamente como invitado especial, cada vez que salía el tema de la situación política venezolana, afirmaba que aquel país estaba atravesando un clima prerrevolucionario.
Yo la vi con el cake que nunca entregó en la mano y con la sonrisa de la tarde guardada en un bolsillo. La vi caminar por él, cientos de veces, porque resulta que la prótesis de su esposo nunca fue demasiado agradecida. La vi sin sosiegos, sin pausas, sin muchas alegrías. Todos los días limpiaba, con ese vaivén triste que suelen tener las frazadas de piso, con esa humedad de los cubos de limpiar recorriéndole las manos y con la rigidez de los trapeadores dibujándosele en el pecho. A veces cantaba, y todos bailábamos en silencio, sin movernos, al compás del brillo del suelo que después ensuciábamos. Buenos días, creo que esas siempre fueron palabras demasiado débiles para saludarla, pero en esta vida —no sé si en la otra también— poco aprendemos de las verdades o de las justezas o de los valores.
Mientras un ritmo moderno convida a vivir «a la my love», como un llamado a que el amor de hoy se torne aire ligero y experimento cómodo, y cuando buena parte del mundo ya se ha contaminado de ambiciosas euforias, en una era llena de mercadeos sentimentales por doquier, aún se revelan pasiones entrañables, historias que enseñan a amar desde la erudición o el cotidiano guaracheo de la vida, ese con el que nos vamos todos, movidos por el contagioso ritmo de una vieja canción, «aunque nos cueste morir».
El tema de los maduradores resulta recurrente, a tal extremo, que muchos consumidores decidieron, sabiamente, comprar frutas y plátanos de freír solo verdes, por temor a que estén madurados «a la cañona».
Más que ninguna otra, la circunstancia cubana exige la asunción de una perspectiva humanista. Eso sostiene la intelectual Graziella Pogolotti, y la concepción acude cada vez que la existencia me sitúa entre soñadores.
Diez hombres con sus uniformes, sus botas sucias, pero sobre todo, con sus fusiles de mirilla telescópica posan frente a la cámara. Ellos, en sí, son solo diez «tipos» mostrando con vanidad su pequeña cuota de poder, la que les permite, con solo apretar el gatillo, dejar sin vida a muchos afganos. Sin embargo, aquello que toma el centro de la imagen habla por ellos y ese mensaje no fue muy bien acogido. Recorre el mundo a través de la web y saca a la luz otro escándalo.
La luz danzaba a su aire. El verde era más verde y todo brillaba, o eso me pareció. Tengo la certeza de que en Birán las reminiscencias de la lumbre forjada allí son visibles hasta en las noches más oscuras. De todas formas, era temprano y olía a fresco y a buenos presagios.
Aunque parezca increíble, todavía hemos de preguntarnos qué es mejor para mantener limpia la imagen pública de una entidad o una persona: la escoba o la alfombra. Y en consecuencia habría que determinar si barremos para fuera o escondemos los desperdicios. Nada nuevo digo. Esas son las recurrencias metafóricas con las que intentamos expresar los términos de un dilema que ya encanece y que en el fondo se reduce al predominio de esencias o de apariencias.
Cuando estalló la burbuja inmobiliaria en EE.UU. y el mundo fue lanzado al caos económico, las primeras medidas de las potencias fueron salvar los bancos en quiebra, zafarles la soga del cuello a los más ricos. Ponerle parches al barco que hace aguas resultó más fácil que actuar pensando en las mayorías, que buscar alternativas más beneficiosas para todos. Y es que siquiera plantearse el problema en términos de la mayor equidad posible es como pedirle, no peras, sino melones al olmo.
Con la esencia viva del periódico Patria y de aquel Partido Revolucionario Cubano que él mismo fundara, hace casi 120 años, «para juntar y amar, y para vivir en la pasión de la verdad», y construir una República Nueva, «con todos y para el bien de todos», José Martí siempre nos trae más de una grata coincidencia.