Yo la vi con el cake que nunca entregó en la mano y con la sonrisa de la tarde guardada en un bolsillo. La vi caminar por él, cientos de veces, porque resulta que la prótesis de su esposo nunca fue demasiado agradecida. La vi sin sosiegos, sin pausas, sin muchas alegrías. Todos los días limpiaba, con ese vaivén triste que suelen tener las frazadas de piso, con esa humedad de los cubos de limpiar recorriéndole las manos y con la rigidez de los trapeadores dibujándosele en el pecho. A veces cantaba, y todos bailábamos en silencio, sin movernos, al compás del brillo del suelo que después ensuciábamos. Buenos días, creo que esas siempre fueron palabras demasiado débiles para saludarla, pero en esta vida —no sé si en la otra también— poco aprendemos de las verdades o de las justezas o de los valores.
Yo la vi, con un rostro demasiado valiente para colgar en funerarias. Aquel día no hubo quien limpiara el periódico, nadie tuvo que pedir permiso para caminar sobre la parte mojada, nadie vio, danzando en el patio, los instrumentos de limpieza; solo unas hojas abatidas y algo de churre en las esquinas. Yo la vi, sentada en una silla injusta y con flores que dolían alrededor. La vi llorando, por primera vez llorando frente a una realidad tan cotidiana que tuve miedo. ¡Quise decirle tanto!, pero no dije nada, el silencio me explotó las palabras de adentro, y lloré, yo también lloré.
Eumelia se va a retirar, no sé cuándo, pero lo hará. Su esposo se llevó con él mucho de ella, aunque no lo sepa. Se llevó el ímpetu con que despertaba, las fuerzas con las que recorría dos y tres veces el bulevar buscándole lo que nunca hubo, y ese motivo para llegar temprano a casa. No sé quién se encargará, tan bien como ella, de la pulcritud de este sitio, no sé si vuelva a estar limpio alguna vez. Pero sé que ya nadie le cantará a los pisos, a los rodapiés, a la taza del baño...
La muerte poco sabe de la vida, deberíamos invitarla, alguna vez, para que conozca a Eumelia.