«Amor y respeto. Si no sientes lo primero, no pongas un pie en este edificio. Si no eres capaz de respetar cada uno de los libros que aquí se resguardan, tampoco vengas. Esos son los dos ingredientes fundamentales para todo lo que hacemos en la vida y, en especial, para realizar el trabajo que yo hago».
A dónde van o a dónde nos llevan. Vistos como volumen nos conducen al final de los almanaques, pero un día tras otro son, en lo ético, lo político y lo económico, una suma o una resta sobre todo para rectificar lo fallido, o injusto, e impedir que se repita y nos sorprenda con su pertinacia.
En 2016, según el Centro Nacional de Estadísticas Sanitarias en Estados Unidos, 64 000 personas fallecieron por sobredosis de opiáceos, 15 400 de ellas por el consumo de heroína, 14 400 por prescripción de analgésicos y el resto por opiáceos sintéticos.
El cineasta Julio García Espinosa acostumbraba decir que todo hecho cultural tiene que convertirse en un acontecimiento. El arte y la literatura alcanzan su plena realización en la conciencia, la mente y los sentimientos de sus destinatarios. Depositados en esa memoria, se enriquecen con asociaciones imprevistas, despiertan inquietudes y curiosidades, crecen en multiplicidad de sentidos. Silenciado, el libro dormirá en los anaqueles de librerías y bibliotecas, la función teatral sufrirá las consecuencias de un público anémico y el concierto contará con la presencia de unos pocos especialistas. Resulta entonces que un enorme esfuerzo de creación y producción cae en el vacío.
Cuesta trabajo entender que a menos de 20 años del marasmo, a América Latina se le fuera a hacer tocar otra vez el fondo. Que de nuevo transitáramos por otra década perdida, cuando se supone que los resortes de la más reciente se aprendieran.
«¿Se me trabó mucho la lengua?», susurró el profe después de aquella clase magistral de sábado por la tarde. La escuela, el instituto preuniversitario vocacional Federico Engels, estaba casi vacía, pero Roberto Del Sol, como había hecho durante años, tenía encuentro con sus estudiantes para conversar.
A estas alturas en que la noticia viaja en tiempo real por internet, deviene inaudito comprobar cómo, a veces, los encargados de proporcionar una información ágil sobre una inesperada fatalidad reaccionan como si estuvieran en la Edad de Piedra.
Como argumento para una película de James Bond está bien: un país comunista y, por tanto, «potencialmente peligroso», se apropia de una tecnología perversa que provoca daños auditivos a diplomáticos norteamericanos y Estados Unidos, autoproclamado guardián de la galaxia, se ve obligado a intervenir. De hecho, ahora que lo pienso, la saga del Agente 007 tiene guiones mucho más sólidos que ese.
Si usted cree que el presidente Donald Trump ordenó ahora que se dieran a conocer 2 800 documentos sobre el asesinato de John F. Kennedy —guardados celosamente en los Archivos Nacionales, para beneficio de la CIA y el FBI—, para que los estadounidenses y el mundo conocieran, por fin, quiénes dispararon el 22 de noviembre de 1963 en Dallas y a quiénes y a qué intereses respondió el magnicidio, déjeme decirle que peca de ingenuo.
Hace unos meses atrás, un conocido sitio web invitó a sus lectores a responder online una encuesta. Su única pregunta decía así: «¿Qué palabras utilizas con más frecuencia en las redes sociales para defender o impugnar criterios propios o ajenos en temas como el fútbol, la economía o la política?».