Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mi primera vez

Soy un cinéfilo empedernido, un espectador impenitente

 

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

Yo también tuve mi primera vez. Al anfiteatro Mariana Grajales llegué bailando de manos de mi hermana. Me instalé en aquellas gradas de cemento como si se tratara de la sala más cómoda, y empecé a perderme en la enorme pantalla que proyectaba el animado La vuelta al mundo en 80 días por el gato con botas (Hiroshi Shidara, 1976). Si fue casualidad o fue premonición, solo el destino sabe; pero desde entonces empecé a girar por el universo de los Lumière, de diversas maneras.

Volví al mismo sitio, con la adrenalina corriendo por mis venas, para sumergirme en la aventura del caballero enmascarado de la nobleza francesa conocido como El tulipán negro (Christian-Jaque, 1964). Alain Delon en todo su esplendor, en el doble papel del conde Guillermo y de su hermano Julián, con sus galopes y sus saltos, entró por mi retina para siempre.

¿Cuántas veces quise imitar su antifaz y su espada, con el retazo de cualquier tela, con la rama de cualquier árbol?

Apenas asomaba mi adolescencia, cuando la Isla acogió los 14tos.  Juegos Centroamericanos y del Caribe. Eran los tiempos en que Cuba arrasaba. Tomé apuntes, recorté fotos, subrayé las hazañas. En mi Gazzetta dello Sport manuscrita registré el récord mundial del halterista Daniel Núñez, la vuelta de la Colón, el tirazo del discóbolo Luis Mariano Delís, el relevo de Juantorena.

El documental Algo más que una medalla (Rogelio París, 1982), atrapa en 96 minutos, parte de lo acaecido en la cita múltiple. Su título expresa de manera inequívoca el espíritu del deporte. Ningún episodio como el vivido por las cubanas Nery McKeen y María Riveaux, junto a la boricua Angelita Lind, en la final de los 800 metros: las tres cayeron dramáticamente sobre la meta, y resultó difícil, polémico, determinar la ganadora.

En ese propio año se estrena Crónica de una infamia, dirección de Miguel Torres, fotografía de Guillermo Centeno. La obra nos retrotrae a 1949, nos coloca ante un suceso que marca la memoria: la profanación de la estatua de José Martí del Parque Central por marines yanquis, y la reacción del estudiantado universitario. Todavía recuerdo el minuto final: la bandera cubana desplegada en desagravio por todas las manos, por todas las ansias.

Soy devoto del cine documental: la realidad es más que la realidad imaginada. Atesoro un libro sobre la vida de Santiago Álvarez que él mismo me dedicara y donde, en vez de su firma, estampó de su puño  y letra: «¡Viva el cine documental!».

Soy ochentero, a mucha honra: son los años en que cobré conciencia, en que salí al mundo. Esa década se cerró con un filme que nos sumerge en el cubanísimo teatro Alhambra. Beatriz Valdés en la piel de Rachel, la corista que asciende a los protagónicos. El amor, la puja artística, la envidia y la política, son dragones a los que deberá ensillar.

Recuerdo haber salido del cine Cuba al lado de mi futura colega, Marcia Jerez Valón. Ella ha hecho de Radio Baraguá, casa y pasión durante años; pero entonces era una veinteañera que tarareaba, para deleite de todos, «y tenía un lunar en…». La bella del Alhambra (Pineda Barnet, 1989) está ligada a mi etapa universitaria, a esos sueños que tuve que ir rehaciendo, remendando, reinventando.

Soy un cinéfilo empedernido, un espectador impenitente. Tal vez me gusten unas cuantas extrañezas, a lo Glenn Close, a lo Bergman, a lo Zhang Yimou; pero jamás imaginé que alguna vez un director de cine ficcional me pondría las cámaras delante. Esa historia de tinte surrealista será contada en su justo momento. Sépase por ahora que, camino a los 60, aún puedo, aún vivo mi primera vez.

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