Me lo contó una amiga, sobresaltada, hace varias semanas. Delante de ella habían intentado cometer un «asesinato».
Acosado por la miseria y la tuberculosis, Heredia murió en el exilio. Plácido y Zenea fueron fusilados. José Martí cayó en Dos Ríos. Mientras los poetas forjaban imágenes para una nación todavía inexistente, los pensadores labraban un ideario a través de la enseñanza. Quebrantaban la esclerosada tradición dogmática impuesta por la colonia. El presbítero Félix Varela sentaba cátedra en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio. No tuvo alumnos, formó discípulos. De manera inevitable, el camino trazado lo llevaría a la política y al debate abierto en las Cortes de España. Perseguido, encontró refugio en una emigración sin regreso. No dejó por ello de pensar en Cuba y ejercer un magisterio espiritual. Más prudente y no menos eficaz, Luz y Caballero se entregó a la educación. En las aulas, estaban madurando los futuros combatientes. Desde entonces, ética y política comenzaban a entrelazarse de manera inseparable, visión que alcanzaría con José Martí su proyección más intensa en el verbo encendido y en la conjunción concreta de teoría y práctica.
A él le gustaba caminar, y apresurando pasos llegaba casi todos los días desde su casa en Lawton hasta aquella escuelita en la Virgen del Camino. Detrás de la cerca, siempre lo esperaba la misma muchacha trigueña.
Tendría apenas unos cinco años de edad e iniciaba en el uso de la pañoleta cuando aprendí el poema: «Una flor para Camilo/ al agua vamos a echar/ todos los niños de Cuba lo queremos recordar…».
La chica es bonita. Muy bonita, dirían algunos. No llega a los 30 años. Piel clara. Cabello largo y lacio recogido de manera sugerente, dejando la nuca al descubierto. Delgada y esbelta camina en tacones de cinco centímetros, complementos de un uniforme que, sin lugar a dudas, está pensado para resaltar cada curva de su cuerpo. Con amabilidad, sonríe a los clientes y les hace sentir bien atendidos.
Han transcurrido semanas del impacto del huracán Irma sobre Cuba y la vida va volviendo a la normalidad, pero hay una parte de esa normalidad que no debiera regresar.
De la Crisis de Octubre se ha escrito copiosamente, tanto en Cuba como en el extranjero. Y no es para menos, pues se trata del episodio más dramático de la llamada Guerra Fría, que situó al mundo en el vestíbulo de una conflagración nuclear.
Un buen amigo ha venido a vivir a la capital. Pasarán semanas antes de que coincida con él, pero lo veré y me dirá que sí, que por fin encontró un espacio para sentirse bien, planificar y soñar de verdad, con los pies en el piso. Que en La Habana todo se puede, mucho es posible y hay espacio para cada locura. Que convencerá a Fulano y a Mengano para que vengan. Que ellos no pueden continuar así y él quiere rescatarlos. Que tienen que sentar cabeza. Que hay que tener un proyecto de vida.
A lo largo de mi vida he acumulado cierta memoria ciclonera. Mi referencia más remota se remite a 1944, el huracán que removió la confianza popular en el recién inaugurado Gobierno de Grau San Martín. La meteorología no había alcanzado el actual desarrollo científico. Con frecuencia se producían contradicciones entre los partes emitidos por el Padre Goberna desde el observatorio de Belén y los del capitán de corbeta Millás, desde Casablanca. Cuando todas las señales indicaban inminencia del peligro, en el vecindario comenzaba a resonar el martilleo y los pobladores garantizaban algún alimento para sobrevivir mientras durara la tormenta. Lo más socorrido era un poderoso energético, bien cargado de azúcar, nuestro pan con timba, es decir, pasta de guayaba. Luego, saldrían todos a valorar el tamaño del desastre. El prometido socorro a los damnificados nunca llegaba a los destinatarios. Acrecentaba el bolsillo de los políticos corruptos.
La suerte estaba echada para Pedro Isaac Fonseca.
Aquella gélida camilla conducía a Pedrito por los pasillos del hospital William Soler hasta el quirófano. El salón de operaciones estaba listo para convertirse en campo de batalla. En unos instantes, la vida y la muerte cruzarían espadas.
Bisturís, agujas, profesionalidad y amor tratarían de vencer a la cirrosis hepática que desgarraba el h&iac...