La suerte estaba echada para Pedro Isaac Fonseca.
Aquella gélida camilla conducía a Pedrito por los pasillos del hospital William Soler hasta el quirófano. El salón de operaciones estaba listo para convertirse en campo de batalla. En unos instantes, la vida y la muerte cruzarían espadas.
Bisturís, agujas, profesionalidad y amor tratarían de vencer a la cirrosis hepática que desgarraba el hígado del quinceañero adolescente desde un año atrás.
Al fin entró al ruedo. Una mezcla de nervios y seguridad se respiraba a su alrededor. Un tropel de imágenes lo asaltó: se vio corriendo por las calles de su barrio, abrazando a los abuelos…
Sintió miedo, pero se fue desvaneciendo con la anestesia. Una esperanza —verde y alejada de chivos hambrientos, según sus abuelos— le concedía calma. No había vuelta atrás.
Después de 18 horas de cirugía, los médicos anunciaron felices el éxito de la compleja intervención. Marta y Félix, sus padres, se abrazaron agradecidos por la nueva oportunidad que el destino le daba al niño. Ya no había qué temer. El nuevo órgano funcionaba con la exactitud de un reloj suizo.
Ese día ahora no es más que un recuerdo. Al cabo de 72 horas, los doctores le han dicho a Pedrito que pronto podrá regresar a casa, allá en la recóndita Sagua de Tánamo, en la holguinera Sierra Cristal.
Llego y él duerme. Preparo un trabajo periodístico sobre trasplantes de hígado. La madre lo despierta, y después de varios bostezos al aire, muestra con orgullo la marca salvadora de su vida. El muchacho conversa afablemente y cuenta los minutos que lo separan de su hogar, familia y comida favorita.
Aunque regresará a su secundaria, al encuentro de sus amistades, y podrá otra vez besar a sus abuelos, ya jamás será el mismo. Se siente extraño, confuso.
Tendrá que cambiar su estilo de vida. Solo serán seis meses. El terreno, las calles y el río lo echarán de menos, pero saben que regresará. Él lo sabe también. Tal vez solo sea para reencontrarse con él mismo en una de esas esquinas que paradójicamente la vida nos atraviesa en el camino.
La vida le sonríe de otro modo. Él le devuelve la sonrisa, pero no de la misma manera. Algo cubre su boca: es un pedacito de tela que filtra sonrisas, palabras y besos; cree que conseguirá apagar su voz: ¡Qué ingenuo!, si la cirrosis no pudo, él tampoco.
Ya no está de acuerdo con sus abuelos. No puede. No después de esta experiencia. La esperanza para él ha cambiado de color. ¿Quién dijo que tiene que ser verde? Ahora ha decidido estudiar Medicina. Él sabe que en Cuba la esperanza viste de blanco.