Por estos días festejo mi primer cuarto de siglo como licenciado en Periodismo. Fue en junio de 1993 cuando defendí mi tesis en la Universidad de Oriente. Es curioso, pero escribirla no me resultó tan complicado como conformarla. El período especial apretaba el cinto, y conseguir hasta un alfiler devenía una odisea.
¿Es posible que un país se pueda destruir solamente por las acciones de un grupo reducido de personas que se lancen a las calles a crear el caos, destruyendo edificios gubernamentales, quemando instituciones estatales, enfrentándose violentamente a las autoridades con cualquier tipo de armas y exigiendo la renuncia de los gobernantes que han sido elegidos por la mayoría, en elecciones limpias y democráticas? ¿Existe algún país del llamado mundo occidental que acepte el desorden, la barbarie, la intimidación y se rinda ante ellas?
Unos versos, que hace tanto leí, reabren mi memoria con su confesión desgarradora (y excusen algún error): «Yo soy como esos árboles sin frutos/ que rompen las aceras de los parques». En mi adolescencia, Afiche nunca se ausentaba de las antologías neorrománticas. Y por qué me han vuelto a gotear sus versos iniciales mientras camino. ¡Ah, caray!, las aceras rotas… Mas no veo árboles. ¿Quién las ha roto?
Nos lo hemos preguntado tantas veces, que se asemeja al manido dilema de quién surgió primero: si al que ponen, o la ponedora. No faltan momentos en que estaríamos tentados a seguir un brochazo acomodaticio del polímata Leonardo da Vinci: «El que no pueda lo que quiere, que quiera lo que pueda».
Los pequeños países víctimas de algunas de las formas de coloniaje tienen que conceder interés prioritario al empeño por apoderarse del conocimiento con el propósito de definir, de acuerdo con sus realidades concretas, su diseño de desarrollo. Desde la extrema precariedad, la consolidación de la soberanía nacional se proyecta hacia la necesidad de sentar las bases para la construcción de un país.
Como mismo ocurre con las películas, a las reuniones se les debería extender cierta clasificación cinematográfica. No nos referimos a esa con tonos de aviso, donde se advierte que la cinta tendrá lenguaje de adultos y violencia; sin olvidar la categorización que nunca se puede obviar: esa otra (más apropiada para las rutas de guagua que para los largometrajes).
Viendo recientemente las imágenes del agua, por raudales, señorear por sembradíos, carreteras, caminos, poblados y hasta en las mismísimas ciudades, me atribulaba en la memoria una incógnita: ¿Y todo esto solo por culpa de las intensas lluvias?
Llegar con retraso a una asamblea o comenzarla después de la hora prevista se ha convertido, a todas luces, en una práctica rutinaria para muchas personas y no pocos sectores de la sociedad cubana actual. El irrespeto por el tiempo ajeno parece no tener límites. Lo peor es que quienes así proceden no aprecian en tal conducta nada censurable.
Para nadie medianamente inteligente es desconocido que uno de los problemas más grandes que tiene internamente Estados Unidos es el de la salud pública y el costo de la misma. En muchísimas ocasiones se ha planteado la necesidad de resolver la grave situación por la que atraviesan millones de ciudadanos que no tienen acceso regular a los servicios médicos.
Dedico a esta columna algunos ratos de mi asueto dominical. Por ese motivo, el transcurso de una semana separa la escritura de la publicación de los textos, circunstancia que me impide terciar en temas de actualidad apremiante e interactuar con mis lectores, aunque mucho me satisface advertir que mis provocaciones inducen a la reflexión, el debate y el intercambio de ideas. Sin embargo, por la importancia capital que concedo al asunto, después de revisar las opiniones expresadas por mis interlocutores, regreso al problema de la defensa de nuestra lengua, portadora de cultura e identidad, componentes indiscutibles de nuestra soberanía nacional.