Llegar con retraso a una asamblea o comenzarla después de la hora prevista se ha convertido, a todas luces, en una práctica rutinaria para muchas personas y no pocos sectores de la sociedad cubana actual. El irrespeto por el tiempo ajeno parece no tener límites. Lo peor es que quienes así proceden no aprecian en tal conducta nada censurable.
A fuerza de exponernos a esa epidemia de irresponsabilidades y de aplazamientos, llegamos a contaminarnos. «Bah, para qué apurarme tanto», decimos cuando, a juzgar por la citación, una importante actividad debe de estar por iniciarse. Y, en efecto, nos aparecemos en el lugar para donde fue convocada y nada allí ofrece indicios de que esté por comenzar.
El Che, recurrente cuando se habla de valores, tenía su método para combatir la impuntualidad. Ángel Arcos Bergnes, colaborador suyo en los años iniciales de la Revolución, cuenta en un libro que cuando fue Ministro de Industrias era estricto con la asistencia. «Si un miembro del Consejo de Dirección llegaba diez minutos tarde a una reunión, le estaba prohibida la entrada sin importar su jerarquía, y posteriormente se depuraban las causas de la falta».
Y estableció otra norma: «Si uno era citado a una reunión o despacho, aunque fuera con su inmediato superior, después de pasados 15 minutos de la hora prevista, si no había venido quien citaba, uno podía retirarse sin ser criticado y mucho menos sancionado. Partía del principio de que nadie podía decidir sobre el tiempo de los demás por un problema elemental de organización y disciplina del trabajo».
¿Cuántos análisis generarían hoy en nuestro país las impuntualidades de todo tipo que ocurren a diario en las más variopintas dependencias? Imposible calcularlos. Llega uno a una oficina a gestionar un asunto y, cuando pregunta por el funcionario encargado de atenderlo, le dicen: «El compañero no ha llegado todavía». O aplaza una importante tarea para asistir a una reunión de trabajo y, sin que nadie diga el motivo, esta comienza una hora después.
Últimamente se ha puesto de moda una práctica que roza con lo inmoral. Si una conferencia, asamblea, reunión, activo, taller, plenaria, acto, consejo u otro evento de similar corte se prevé, por ejemplo, para comenzar a las 10:00 a.m., sus organizadores citan sin sonrojarse para las 9:00 a.m. Cuando la persona puntual acude y, al apreciar que el tiempo transcurre, pregunta, le dicen que se convocó para una hora antes para garantizar que nadie llegue tarde.
Pero la impuntualidad en nuestro país no solo se ciñe a las reuniones y las asambleas. Los ómnibus y los trenes raras veces parten en los horarios establecidos. Cierto que existen causas objetivas, como las roturas de última hora y la escasez de piezas, pero hay también de subjetividad y de insuficiente compromiso con el reloj. Irrita apreciar en las terminales cómo algunos conductores lo obvian.
¿Y qué decir de las unidades de servicios? ¿Constituyen paradigmas de puntualidad si de abrir y cerrar sus puertas se trata? Definitivamente, no. En muchos restaurantes, tiendas, bares, bancos, cafeterías, talleres, etc., son rigurosos con el horario de cierre. Sin embargo, para la apertura no aplican similar patrón. Y todo eso sin ofrecer disculpas a las personas que esperan, algo que, en otras culturas, se considera un menosprecio y un insulto.
Dicen que los ingleses son tan estrictos con el tiempo que toman su té justamente a las 5:00 p.m., ni un minuto más ni uno menos. Y que los trenes japoneses son tan puntuales que, si se retrasan cinco minutos, la compañía ofrece una carta de disculpa para que los pasajeros que lleguen tarde al trabajo la muestren a su jefe y se puedan justificar.
Los cubanos andamos retrasados en materia de puntualidad. Mientras no nos percatemos del valor que tiene un minuto en la vida de una persona, no esteramos en condiciones de sincronizar nuestros relojes existenciales. Mi tiempo es solo mío, y nadie tiene derecho a despilfarrármelo.