Fidel volvió a su etapa de universitario. Lo vi otra vez, ahora, en el 9no. Congreso de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU). Sabía que no podía faltarle a ese debate por Cuba y su Revolución. Llegó el primer día, entrada la noche, porque lo hizo desde la heroica Santiago de Cuba, donde 65 años atrás asaltó el Moncada.
Dicen que no todo lo que brilla es oro, algo totalmente cierto. Estados Unidos brilla, pero no lo es, por lo menos, para gran parte de la población de este país. Esa gran porción de personas que habitan aquí y que se están comiendo, como decimos en buen cubano, un cable, apenas están en ningún periódico, y si acaso, de vez en cuando, aparecen en un noticiero de la televisión. Esa población marginada que vive en verdaderos guetos de numerosas ciudades, rara vez es tomada en cuenta en las estadísticas y se oculta en la propaganda del llamado sueño americano.
El curso ha terminado. La muchachada sale de vacaciones. Según las posibilidades e intereses de cada cual, sueña con la playa y con el disfrute grupal de fiestas y conciertos. Para la gran mayoría, estas breves semanas constituyen un paréntesis en espera de la continuidad de estudios que aguardan a inicios de septiembre. Para otros, en la secundaria, el pre o la universidad, ha terminado un ciclo. Están a punto de incorporarse al mundo del empleo. En este caso, se impone convocar a los padres y a la sociedad en su conjunto, implementar los incentivos adecuados para incitar a la permanente superación, indispensable en una época caracterizada por el desarrollo de la ciencia, su aplicación en el plano de la tecnología y las repercusiones de todo ello en nuestro vivir cotidiano.
Ese domingo me sonó el celular con insistencia. Levanté el teléfono y escuché a una niña decir «papiiii». Me quedé en silencio unos segundos. Es la primera vez que me dicen esa palabra, con ese tono y ese deseo. No soy tu papi. Le dije, y colgó.
«¡Caballoo…! ¡Te voy a moler a palos, desgracia’o!», amenaza con estentóreo vozarrón desde el asiento de su coche un energúmeno con apariencia humana. Y, como entre dicho y hecho solo hay un trecho, se lanza garrote en mano y la emprende a golpes contra el noble bruto que, sudando a mares y con la boca espetando espuma, se desploma desfallecido sobre el asfalto.
Cruzan una línea y de repente sus hijos son arrebatados de sus brazos por agentes uniformados. No son casos aislados (van más de 1 200 de estos actos hasta donde se sabe a la fecha), ni es abuso de autoridad, no se trata de una aberración. Es la política oficial de Estados Unidos.
Con su tejer y destejer legendarios, Penélope quizá tendría paciencia para ponerse a contar refranes. Nadie conoce la cifra exacta. Solo en Finlandia, según datos eruditos, se trasladan de una a otra boca o se han echado a recoger el polvo del desuso, más de un millón.
La revolución iniciada el 10 de octubre de 1868 por Carlos Manuel de Céspedes se planteó desde un inicio el tema de la abolición de la esclavitud. De hecho, la primera Constitución de la nación cubana, aprobada en Guáimaro en abril de 1869, proclamó la libertad del hombre de manera radical, al considerar a los habitantes de la naciente república —incluidos, desde luego, los antiguos esclavos— hombres enteramente libres. Aquí no ocurrió como en Estados Unidos que tuvieron que pasar cien años y una guerra civil para que se aboliera la esclavitud.
La nota (no de riña ni de alcoholemia, sino de información discrepante) la dio Migue, el vecino. «Oye, ¿te enteraste? —dijo—. Al Jupuro le subieron los precios». En los sopores del final de aquella tarde, una idea se abrió paso entre las capas neuronales, lentamente, como si fuera un sueño. «¿Al Jupuro? ¿A cuánto?» «A dos cabillas el vasito de jugo, mi hermano. Igual que los particulares».