Cruzan una línea y de repente sus hijos son arrebatados de sus brazos por agentes uniformados. No son casos aislados (van más de 1 200 de estos actos hasta donde se sabe a la fecha), ni es abuso de autoridad, no se trata de una aberración. Es la política oficial de Estados Unidos.
Frente a esto, hay otra línea que se está cruzando, una muy clara y definida para todos de ambos lados de la frontera. Una línea que define si aún existe la conciencia o si ya estamos tan abrumados de tanta violencia, tan acostumbrados al horror, que ya no reaccionamos ante esta barbaridad, otra más.
Estos niños son encarcelados temporalmente —a veces eso implica varios meses y en algunos casos más de un año— en centros de detención, mientras otra burocracia busca colocarlos en hogares, frecuentemente con familiares si estos existen y se atreven a presentarse (corren el riesgo de ser detenidos si no tienen papeles).
En algunos de estos centros los niños separados de sus padres, o los que llegaron no acompañados, viven con cientos de menores esperando ser procesados. Son ofrecidos algunos servicios médicos y hay cientos de oficiales que muestran compasión, pero a fin de cuentas son niños enjaulados sin sus padres, algunos menores de cuatro años.
Vale señalar que todo esto no empezó con Trump, sino que frente a la llamada crisis de los menores de edad que inmigran no acompañados hace unos años, el gobierno de Barack Obama ya los alojaba en centros de detención (aunque no se llamaban formalmente así). El Arizona Republic consiguió en 2014 algunas de las primeras imágenes de un centro de detención especializado para niños en Nogales, donde se ven durmiendo en el piso de un almacén organizado en jaulas.
Pero ahora, la política oficial es la separación de menores de edad de sus familias al cruzar la línea fronteriza con México. Hoy día, estos centros han llegado al 90 por ciento de su capacidad, y las autoridades están buscando nuevos lugares para depositar a los menores de edad porque pronto ya no habrá espacio, y entre las opciones están algunas bases militares.
Han detonado protestas en decenas de ciudades del país, organizaciones como la Unión Americana de Libertades Civiles y otras más han impulsado demandas legales ante tribunales nacionales y hasta en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, otros promueven peticiones o campañas de cabildeo ante el Congreso para exigir el fin de estas prácticas.
Pero ante la crueldad extrema de esta política —y sus obvias consecuencias de traumatizar a refugiados e inmigrantes que huyen de la violencia, atraviesan uno o varios países en condiciones extremadamente peligrosas, solo para ser criminalizados y separados de los hijos que buscaban proteger por el régimen de Trump, tras sus grandes escapes— se esperaría una respuesta mucho más masiva y universal, tanto aquí como de los países de donde provienen o cruzan, ¿o no?
No se necesita mucho para imaginarse —están detallados en reportajes y hasta fotografiados— los gritos de angustia y dolor, de terror. Una y otra vez, agentes de migración, algunos que, se supone, también tienen hijos, están arrebatando a niños gritando y llorando de los brazos de sus madres, y al fin del día han de llegar a cenar con sus familias, algunos seguramente abrazan a sus hijos; solo están cumpliendo órdenes de trabajo de Washington. Muchos han comentado —incluso familiares de víctimas— que esto mismo lo hacían los nazis. Una pancarta en una protesta reciente señalaba: Por favor, no seamos buenos alemanes, en referencia a cómo oficiales, burócratas y militares de bajo rango nazi justificaban sus crueles tareas argumentando que eran gente patriota y buena que solo estaba cumpliendo órdenes (urge leer de nuevo a Hannah Arendt, quien exploró todo esto).
El peor terror que un niño puede padecer es ser arrebatado a sus padres. ¿Niños rubios con ojos azules jamás serían tratados tan brutalmente en nuestras fronteras? No, el trumpismo es racismo, Dios mío, ¿en que nos hemos convertido?, preguntó por tuit el actor y cómico Jim Carrey (muchos comediantes se han convertido en los portavoces de la conciencia en este país).
Tristemente, este tipo de prácticas no son nuevas en este país. Miles de niños de comunidades indígenas fueron separados por las autoridades y enviados a escuelas de indios a miles de kilómetros de sus pueblos, donde sistemáticamente se anulaba su idioma, su cultura, su historia, a veces acompañado con castigo físico y abusos de todo tipo; una práctica que empezó en el siglo XIX y se extendió a lo largo de un siglo hasta 1970.
También los niños de esclavos africanos y sus descendientes fueron robados a sus madres por sus amos. Día y noche, uno podía escuchar a hombres y mujeres gritando… sus familiares eran arrebatados sin ningún aviso… La gente siempre se estaba muriendo con un corazón roto, recordó en una entrevista en 1938 una testigo a las subastas de esclavos. Un exesclavo narró en 1849 cómo un niño fue arrebatado de los brazos de su madre ante los chillidos más desgarradores entre madre e hijo por un lado, y las declaraciones amargas y latigazos crueles de los tiranos por el otro, antes de que la madre fuera vendida al postor más alto, según documenta una exhibición en el Museo de Historia Afroamericana del Smithsonian en Washington, llamada Tiempo de llanto, reportó el Washington Post.
No, no es algo nuevo, pero sí es un momento en el que uno tiene que decidir sobre si ya se cruzó o no una línea que debería ser absoluta y rígida: son nuestros niños, hijos de todos, de ambos lados de la frontera. (Tomado de Cubadebate)