Me gusta la historia, ya sea narrada por historiadores profesionales, o novelada por buenos escritores que se basan en hechos históricos.
Somos capaces de llevar adelante hazañas que sobrepasan en mucho la dimensión de la Isla. Afrontamos con valentía, entrega, eficiencia y desinterés la epidemia de ébola en África. Acudimos en ayuda de Guatemala, sumida en la tragedia de la erupción volcánica. Sin embargo, no observamos comportamiento similar ante los problemas acuciantes de nuestro vivir cotidiano, lastrado por fisuras en el plano de los valores, por manifestaciones de corrupción y por la indiferencia ante lo mal hecho.
Hemos comenzado. O mejor, hemos recomenzado con evidencias públicas la exigencia de la honradez y el orden en el comercio, particularmente en el agropecuario. Las pantallas domésticas mostraron lo justo de la operación de control en la plaza del Mónaco, en La Habana. Hubo regocijo entre las víctimas de algunos centros de este tipo de mercado no estatal, que nació con fines de diversificar las formas comerciales y conservarlas limpias, pero que, al crecer, se deformó casi como en un destino manifiesto.
Hasta líderes de la derecha religiosa que se alinea con Donald Trump repudiaron o se distanciaron de la política antinmigrante de separación de las familias, para la que tuvieron calificativos como «terrible», «cruel», «desgarrador y trágico» y «parte de la gran tragedia de un sistema de inmigración que no refleja nuestros valores o nuestra fe».
Recuerdo hace años, en los 90 del pasado siglo, cuando ese profeta que tantas cosas predijo pronunció unas palabras que debieron haber caído como un balde de agua fría para el establishment norteamericano: «este mundo es ingobernable». Las grandes potencias celebraban a todo volumen la caída de la URSS y alguien proclamaba «el fin de la historia». Han pasado casi 30 años y ningún país puede asumir el título de gendarme de nuestro planeta.
Para escribir este artículo, se me ocurre pedirle prestado el título que le dio la famosa novelista inglesa Emily Bronte a su única novela, Wuthering Heights, o sea, Cumbres Borrascosas, en su traducción al español, novela que terminó siendo un clásico de la literatura inglesa.
Compartimos con los territorios que flanquean el mar Caribe los efectos devastadores de los huracanes, acrecentados ya por las consecuencias tangibles del cambio climático. Nos vincula, además, una historia común de coloniaje que contribuyó a la fragmentación lingüística y determinó la configuración de las estructuras económicas condenadas a la dependencia.
Alguien, cuyo rostro ya no distingo, me preguntó que para qué servía el código de ética del periodista. Le respondí que servía para lo mismo que el código de ética de los médicos, o de los abogados y tantos profesionales más. Pero, siguiendo la lógica de la pregunta, le hubiese podido responder preguntando: ¿Y para qué sirven las leyes? Tal vez me habría contestado con esa salida criolla propia de un polemista cuando lo recuestan contra la pared: Ah, eso es distinto.
Un conocido periodista advertía, en una conferencia reciente, que la imagen es decisiva a la hora comunicar un mensaje ante cualquier público. Si el nudo de la corbata es erróneo, si lleva la misma ropa siempre, el comunicador pierde credibilidad, porque supuestamente en eso se fijan sus espectadores. Si el axioma se cumpliera cabalmente, entonces una parte de los conferencistas, profesores, locutores, presentadores de la TV cubana y de otros medios, así como otras figuras que tienen una proyección social en espacios públicos tendrían, si acaso, un mínimo de esa valiosa influencia sobre quienes presencian y escuchan sus alocuciones.
por Fernando Martínez Heredia
El niño Ernesto fue un gran lector, y el adolescente un enamorado de las ideas, pero desde temprano en su vida salió en busca de la acción. Enrolado en una lucha armada, pronto descolló en ella y fue uno de los protagonistas de la guerra revolucionaria cubana. El Che fue el nombre de bautizo de un hombre de acción.
En los seis primeros a&nt...