«¡Caballoo…! ¡Te voy a moler a palos, desgracia’o!», amenaza con estentóreo vozarrón desde el asiento de su coche un energúmeno con apariencia humana. Y, como entre dicho y hecho solo hay un trecho, se lanza garrote en mano y la emprende a golpes contra el noble bruto que, sudando a mares y con la boca espetando espuma, se desploma desfallecido sobre el asfalto.
Es difícil permanecer indiferente ante una escena tan cruel, pero frecuente en algunas ciudades cubanas. La violencia lastima la sensibilidad hasta cuando se utiliza contra un animal. Solo que, si se interviene en su defensa, quien lo asuma se expone a que su dueño cavernícola reaccione con un amenazador «¡el caballo es mío, así que no se meta!». Y el intercambio de pareceres puede terminar en una querella.
Esa agresividad de algunos cocheros contra quienes se atreven a reprocharles sus irracionales conductas figura como la razón por la que muchas personas decentes resuelvan no tomar cartas en el asunto. «¿Para qué voy a buscarme un problema?», dicen para sí. Y su pasividad deviene suerte de patente de corso para que las bestias bípedas —más salvajes que sus cabalgaduras—, prosigan impunemente haciendo de las suyas.
El asunto tiene otras aristas censurables, pues no solo se trata de los castigos a los que son sometidos los cuadrúpedos con el empleo de una fusta de cuero o con un despiadado plan de machete. Están, además, las extenuantes jornadas que deben cumplir por las calles, uncidos a las barras de los coches. Sus cascos —resignados—, resuenan sobre el pavimento en horarios diurnos o nocturnos, mal alimentados casi siempre, enfermos quizá y con evidente falta de higiene.
Otro abuso habitual con los equinos es el número de personas que ciertos cocheros admiten a bordo, en especial en los días festivos o en las celebraciones de amigos. Frente a mi edificio he visto pasar en plena madrugada una «pachanga» atiborrada de gente pasada de tragos, cantando a grito pelado y profiriendo obscenidades, mientras el anémico penco recibe tunda para que suba rápido por la pendiente de la avenida.
Al menos en mi caso, nunca he visto a una autoridad requerir severamente a los cocheros que incurren en tales excesos. Aunque muestren un documento acreditativo de su propiedad sobre los animales, alguien debe advertirles que no pueden proceder así, porque vivimos en una sociedad civilizada, donde ese tipo de proceder violento escandaliza y ofende.
Desde 1977 existe la Declaración Universal de los Derechos del Animal. Su Artículo No. 3 proclama que «ningún animal será sometido a malos tratos ni actos crueles»; el No. 7, que «todo animal de trabajo tiene derecho a una limitación razonable del tiempo e intensidad del trabajo, a una alimentación reparadora y al reposo».
Cierto que no constituye una legislación vinculante, pero sí expresa el sentir de muchas personas interesadas en que a los animales no se les maltrate. Un cuerpo de inspectores dotado de las facultades necesarias para exigir y sancionar pudiera ser una respuesta ante la indolencia.
Hay un dibujo animado de Walt Disney que suelo recordar. El pato Donald le pide a un caballo amigo que tire un rato de su calesa, pues quiere llevar de paseo a su novia. Pero tan pronto se sube al pescante, y para lucirse ante su prometida, le cae a latigazos a quien le está haciendo un favor. Entonces el caballo —furioso— se despoja de los arreos, obliga al pato Donald a colocárselos y lo obliga a halar el coche entre golpe y golpe de fusta. ¡Qué bueno resultaría presenciar en nuestra realidad ese cambio de papeles!