Nos lo hemos preguntado tantas veces, que se asemeja al manido dilema de quién surgió primero: si al que ponen, o la ponedora. No faltan momentos en que estaríamos tentados a seguir un brochazo acomodaticio del polímata Leonardo da Vinci: «El que no pueda lo que quiere, que quiera lo que pueda».
Pero este último consejo nos serviría de poco ante el «danzonete» que representa para la espoleada economía cubana encontrar el punto de caramelo para el equilibrio entre los ingresos y la productividad; que termine por convertirlos en matrimonio ideal, no como esos que acaban lanzando las alianzas al primer «guarimpampitobalobalo».
Ya sabemos que no faltan intentos y disposiciones en Cuba para intentar ponerle el «cascabel a este minino», pero también somos testigos de que el tema de los ingresos es una de las más inquietantes, entre las cuentas pendientes del modelo de economía socialista que propone la actualización.
Ni siquiera con las decisiones para dar mayor autonomía a las empresas estatales —que todavía nos dejan «con la miel en los labios»—, como quedarse con una parte significativa de los ingresos y disponer de este, se ha logrado concretar el sistema justo y estimulante, a la vez que no desconozca otros asuntos ineludibles; y que al ignorarse solo reproducen la obsolescencia tecnológica, la falta de competitividad y la ineficiencia.
A lo anterior debe agregarse otro dilema punzante: ¿en qué medida el incremento salarial, que efectivamente se ha experimentado en diversos sectores y que elevó el salario medio —en algunas regiones por encima de los 800 pesos—, responde a la trepidante lógica que está imponiendo el costo de la vida? Sobre todo si economistas apuntan que el salario mínimo del país en las circunstancias actuales, cuando el salario ha perdido capacidad de compra, debería superar la cota de los 1 200 pesos.
A ello se suma un enigma imposible de descifrar desde ahora: ¿cuánto de una previsible reforma salarial, asociada a la monetaria, no será absorbido por una inevitable reforma de precios y la especulación asociada, que ya provoca abundantes dolores de testa?
Si en algo nos sirve de alivio, es bueno saber que a esta hora, en otras partes del mundo, aunque con modelos socioeconómicos y circunstancias diversas (cada chipojo tiene su palo), se rascan la cabeza con parecida picazón. Ello demuestra que, pese a que las singularidades geográficas y políticas nos hacen sentir rehenes de encrucijadas muy peculiares, sin conexión alguna con dilemas mundiales, ello no es exactamente así. Quizá tengamos más problemas parecidos a los de los demás que los que imaginamos.
Un reciente informe del McKinsey Global Institute, considerado el think tank de interés privado de mayor influencia mundial, hizo público un informe acerca de lo que llama el «puzzle de la productividad», en el que se contradicen los más acendrados presupuestos de políticas económicas vigentes sobre el particular.
Las conclusiones del documento parecen resolver la añeja disyuntiva entre el huevo y la gallina, al menos en materia de productividad y salarios, al afirmar, tajantemente, que está demostrado que la economía irá bien «si estos últimos suben, y mal si ocurre lo contrario».
El estudio abarca nada menos que a siete de los principales sectores económicos de potencias como Alemania, España, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Suecia. Determina que para que sea mayor la productividad hay que lograr que se incremente, por un lado, la demanda, para que aumente así la inversión de las empresas, y por el otro la digitalización de la actividad productiva. Y para ello, subrayan, es necesario que suban los salarios. Solo cuando esto sucede, remachan, las empresas tienen incentivos para invertir en la innovación tecnológica que incrementa la productividad.
Hay contundencia en el análisis al afirmar que la caída de los salarios en esas naciones, que ha debilitado la demanda en los diversos sectores económicos, es una causa fundamental de que apenas se haya producido crecimiento de la productividad.
Esas conclusiones hacen regresar a consideraciones que en el caso cubano—amén de los distingos contextuales— tienen cada vez mayor significado, porque como recalcan investigadores, una de las variantes que no puede soslayarse en la Cuba actual, y cada vez con más énfasis hacia el futuro, es el papel que desempeña la «demanda» en la economía.
Debemos admitir, como hemos defendido en este espacio, el alto grado de formalismo y burocratización sufrido por esa importantísima herramienta en el manejo estructural de la economía, lo cual nubla los caminos hacia la expansión de una economía actualizada, más horizontal y menos monopólica, incluso socializada, sin renunciar al papel preponderante de la planificación socialista, pero —como se estampó en las líneas estratégicas del Congreso del Partido— dando el espacio adecuado al mercado.
Recordemos que desde las clases de Economía Política se nos educó en la satanización de las «leyes ciegas del mercado», e incluso el papel de la demanda era sustituido por «la satisfacción siempre creciente de las necesidades de la población», algo que de tan repetido mecánicamente, fue no pocas veces peor cumplido.
A lo anterior debe sumarse que autoridades del país reconocían, antes de iniciarse la actualización, que ya para esa fecha la baja en la demanda le estaba creando problemas a la economía.
Desde ese momento estaba planteada la necesidad del incremento de los ingresos, que se consideraba debía iniciarse por los sectores productivos, con el propósito de que este aumento funcionara también como incentivo a la eficiencia.
Reitero que, superada la idea de que el mercado es una «bestia» que no puede digerir la transición socialista, debemos asumir, entre los cambios mentales que precisa la actualización, que el reconocimiento del mercado implica, a la vez, reconocer el peso de la demanda, y esta no crecerá, entre otros elementos sustanciales, si no suben los salarios. Tal vez entonces habremos puesto la postura de la que salga la dichosa gallinita de los huevos de oro.