Dedico a esta columna algunos ratos de mi asueto dominical. Por ese motivo, el transcurso de una semana separa la escritura de la publicación de los textos, circunstancia que me impide terciar en temas de actualidad apremiante e interactuar con mis lectores, aunque mucho me satisface advertir que mis provocaciones inducen a la reflexión, el debate y el intercambio de ideas. Sin embargo, por la importancia capital que concedo al asunto, después de revisar las opiniones expresadas por mis interlocutores, regreso al problema de la defensa de nuestra lengua, portadora de cultura e identidad, componentes indiscutibles de nuestra soberanía nacional.
Para despejar malentendidos, aclaro que no padezco de anglofobia. Después de la Reforma Universitaria implantada en los 60 del pasado siglo, asumí la tarea de dirigir el departamento docente dedicado al estudio e investigación de las lenguas y las literaturas no hispánicas, núcleo inicial de la Facultad de Lenguas Extranjeras, surgida algunos años más tarde.
Se sentaban entonces las bases fundacionales de carreras dedicadas a la formación de especialistas calificados en el dominio del idioma, conocedores de las culturas de los países respectivos. En aquel conglomerado diverso, el inglés ocupaba un lugar significativo. Herramienta indispensable para el entrenamiento de traductores e intérpretes, abría las compuertas al conocimiento de las literaturas inglesa y norteamericana —y también a autores nacidos en África y el Caribe— antiguos dominios coloniales de la Gran Bretaña.
Muy lejos de rechazar el aprendizaje del inglés, señalo que la adquisición cabal de una lengua extranjera requiere, como paso previo, el dominio de la materna.
Un lector comenta con cierta picardía el empleo de términos procedentes del inglés en el deporte. El idioma es un cuerpo vivo en permanente transformación. La presencia secular de los árabes en España hasta su expulsión definitiva en vísperas de la aventura de Cristóbal Colón acrecentó de manera notable el léxico del castellano.
Desde hace más de una centuria, nacionalizamos el baseball. Lo convertimos en nuestra pelota. De manera natural, decimos jonrón en lugar de home run. La tecnología impone, así mismo, la incorporación de un nuevo vocabulario. A diferencia de otros países de habla hispana, nombramos computadora a lo que se conoce como ordenador. Todo indica que la costumbre habrá de legitimar esta variante.
Insisto, pues, en sostener que en el espacio público la hegemonía del idioma oficial del país no debe sufrir interferencias. Muchos turistas se mueven en manadas, sujetos a las indicaciones de un guía que los conduce y programa. Otros, más inquietos y calificados, prefieren preservar un mayor grado de independencia. Les interesa descubrir la singularidad de otra cultura. Visitan monumentos y museos. Prueban comidas con sabor local. Observan el comportamiento de las personas. Prefieren eludir el bullicio homogeneizante de los grandes hoteles y optan por alojarse en lugares más íntimos, caracterizados por su impronta específica. En la medida en que nuestra industria turística se afiance y consolide, ese sector habrá de tener peso creciente y resultará beneficioso también desde el punto de vista económico.
Al cabo de más de cien años de coloniaje, los puertorriqueños han conservado su idioma como sello de identidad, como forma de resistencia cultural y custodia de un legado patrimonial. Persiste en el habla cotidiana y vive en la obra de sus más reconocidos escritores, integrados así al caudal de la literatura latinoamericana y caribeña.
Crecida en una isla larga y estrecha, con numerosos puertos acogedores en el lindero entre el Atlántico y el mar Caribe, la cultura cubana ha mantenido permanente contacto con el mundo. Una tradición ininterrumpida nos ha llevado a abrir los ojos en otras direcciones para apropiarnos de los conocimientos más útiles, en beneficio del desarrollo del país. Después del triunfo de la Revolución, la Editorial Nacional publicó autores procedentes de todas partes. Supimos delimitar la frontera entre los conflictos políticos y la creación en los terrenos de la ciencia y la cultura. La prolongadísima guerra por la independencia dejó huellas indelebles en nuestra conciencia.
No somos aldeanos vanidosos. De José Martí lo aprendimos, quien prodigiosamente informado acerca del pensamiento más renovador de su tiempo, supo injertarlo en el tronco de nuestra cultura. Materna es la lengua que nos arropa, almacena los recuerdos y expresa lo más recóndito de la intimidad. Nos corresponde evitar el deterioro y la vulgaridad.