Unos versos, que hace tanto leí, reabren mi memoria con su confesión desgarradora (y excusen algún error): «Yo soy como esos árboles sin frutos/ que rompen las aceras de los parques». En mi adolescencia, Afiche nunca se ausentaba de las antologías neorrománticas. Y por qué me han vuelto a gotear sus versos iniciales mientras camino. ¡Ah, caray!, las aceras rotas… Mas no veo árboles. ¿Quién las ha roto?
Del poema de Rafael Enrique Marrero, puede deducirse que los árboles, especialmente los del parque, cometían un crimen. Y al abundar, en algunas calles de El Vedado —por indicar un sitio—, también las raíces repiten el soterrado método de levantar el piso de las aceras. Pero por esta u otras que con regularidad recorro no se nos interponen árboles. Tal vez sean los taladros de los obreros del Agua, o de la electricidad, o afanes de un vecino para trazar una rampa y soldar un bajareque con ínfulas de garaje aun en contra las disposiciones urbanísticas, que al parecer carecen de veladores. ¡Quién sabe! Lo cierto: aceras rotas en calles también ahuecadas, o líneas de fachadas cubiertas por casuchas para proteger el material rodante.
Esos los estimo problemas símbolos. Y se van juntando mediante el chiflido de la indisciplina ciudadana, o el descuido de este o aquel organismos. Por ejemplo, en la calle 11, casi esquina a H —Vedado— la empresa eléctrica abrió dos huecos para reparar una línea soterrada. Los vecinos, cansados de aguardar, rellenaron uno; el del frente continúa bostezando. Las computadoras han olvidado avisar que desde hace un año, aquel hoyo largo, sobre la acera, semeja el sepulcro donde yace el deber, la disciplina, el respeto por los vecinos y por el trabajo. Y demás está que alguien llame y les recuerde lo olvidado. Las respuesta, fina e invariable: Tomamos nota, compañero.
No sé si nos percatamos de que la irreflexión está consumiendo parte de nuestro tiempo útil. Un ejemplo, las zonas wifi —muy útiles— no se abrieron para molestar a los vecinos del entorno, aunque al abrirlas nadie de los responsables tuvo la prevención de no ubicar algunas donde los habitantes de cualquier edificio muy inmediato, pudieran inaugurar una etapa de malestares inmerecidos. Porque esa o aquella zona wifi ya no radica en el parque desarbolado, más bien en los soportales del inmueble; fresco y sombreado, ya hoy espacio de papeles y desechos alimenticios.
Son, por supuesto, las minucias cotidianas. Las que se ven de una ojeada. Y las que sugieren pensar: si así ocurre en las calles, cómo será el desdén por la disciplina en algunas oficinas desde donde han de velar por el acierto de proyectos, órdenes, avisos, prevenciones y previsiones, y donde también se decide cómo actuar.
No juzguen mis palabras como un capricho malsano y letrado. Simplemente, me ocupo de mi preocupación, y la remito a otros conciudadanos. Si el país se transforma, se abre, renueva su Constitución, y la generación mayor, veterana de las serranías y de los primeros 60 años de la edificación socialista, ha propiciado el ascenso a los escalones superiores del Gobierno y el Estado a miembros de generaciones posteriores a 1959, y si el país se transforma con leyes y medidas que ensanchan el espectro del trabajo, incluso de la propiedad, por qué uno, y otros también, percibimos, con el ánimo inquieto, el desajuste entre transformación y acatamiento, entre mayor espacio y menor iniciativa.
Es verdad: aún subsiste la mentalidad burocrática. Y prosigue dispersando sus síntomas contagiosos: la afición a inventar empapelamientos, el culto a la pasividad, la tendencia a las puertas y ventanas herméticas, la línea de bajo voltaje: tomar nota y demorarse en atender la queja o la urgencia, salvo que pulsen el teléfono desde una planta de cables más altos…
Si los árboles siguen rompiendo las aceras de los parques y también aquellas de los andares comunes en algunas zonas, habría que apurarse en reducir la distancia entre los problemas de la gente y los medios para resolverlos. Esa diferencia podría estar incubando una enfermedad sociológica conocida por anomia. Se parece a anemia. Y en comparación presentan tangencias. Esta daña a la sangre; aquella al ánimo.
¿Quién lo duda? Habrá que remover los árboles sin frutos y plantar esos que, con sus pariciones, atajen las indisciplinas y el delito en el trabajo y en las calles. Y espanten la desidia de ciertos encargados de reordenar y facilitar la existencia social. Prohibido les ha de estar ponerse gafas impenetrables o mirar solo por rendijas. Tampoco tomar nota y olvidar que en cualquier momento podrían romper las aceras de nuestros sueños.