¿Cuánto hace? Creo que van como siete años que no escribo una cuartilla para Juventud Rebelde, diario en el que me hice lo que soy —periodista— a partir de 1970. Entonces tenía 18 años.
CARACAS.— Nunca supe su nombre; acaso jamás lo sabré. Pero si de algo estoy seguro es de que no podré desprender de mí su imagen.
Cuentan las malas lenguas que es muy difícil resistirse a un cañonazo de un millón de dólares, y es verdad. Muchísimos seres humanos venderían su alma al diablo con tal de tener en sus manos esa enorme cantidad de dinero. Hay quienes dicen que lo que cuenta es lo espiritual, pero lamentablemente son los menos y, además, la mayor parte de los que afirman lo anterior no poseen riqueza material alguna.
Los elogios de muchos, o los desmedidos y reiterados por parte de algunos, son comúnmente una de las principales causas de que alguien llegue a formarse una imagen distorsionada de sí mismo —aunque puede que esta tenga ciertos puntos de contacto con la realidad—, adecuándola a la que tienen aquellos que le prodigan lisonjas, si bien nunca se corresponderá con la de otros capaces de hacer una evaluación más objetiva de sus méritos y virtudes.
Bien predica el dicho popular —que por su sapiencia de «calle» entraña alguna enseñanza valedera— que uno más uno no siempre suma dos, especialmente cuando se trata de lo que conocemos como sociología de la cotidianidad.
¿Cómo sabía mirar esa mujer de la que nadie ahorra poesía para evocarle? ¿Hasta dónde llegaba el tono de voz del alma redentora que muchos consagraron como madre de sentimiento? ¿Qué palabras había en ese corazón para conquistar, domesticar, salvar… todos los corazones? Siempre será un misterio para esta generación con héroes anónimos. Hoy quedan las cuatro letras arrulladoras que anuncian una niña con aliento de madre.
Mi abuela se fracturó la cadera hace poco, y aunque no he comprendido muy bien si fue consecuencia de la caída o si, como explican algunos médicos, se cayó porque ya la fractura había ocurrido —debido a la osteoporosis propia de la edad y otras razones—, lo cierto es que toda la familia a estas alturas respira con alivio.
Por estos días hay quien se convierte en una suerte de oráculo ambulante. Seguramente usted ha conocido a algún sujeto de esos: prueba fuerza con sus propias predicciones, se da sus palmaditas en el hombro, se contempla gracioso en el mismo espejo en que ayer se descubrió arrugado, parafrasea la canción del superego —«Qué lindo estoy, qué bueno estoy, qué bien me veo»—, y se echa contento a la celebración, sin pensar demasiado en las torceduras o los acarreos épicos de los 12 meses que concluyen.
Claro que brindo por Cuba. La salud que nos deseamos los hijos de esta tierra para el nuevo año, la ansío para nuestra tensa y aún maltrecha economía. Al menos, la mayor salud posible, con mayor profilaxis y menos errores, cuando entramos en el período decisivo y más complejo de la transformación y actualización de nuestro modelo socialista.
Mi mascota es feliz. Pero no lo sabe, porque su mentalidad perruna no alcanza a formular el concepto. Disfruta en el día a día el comer garantizado, el retozo con sus juguetes y el afecto de quienes la rodean. Para la especie humana, en cambio, la felicidad ha sido un deseo siempre perseguido. Las religiones, el pensamiento filosófico, el arte y la literatura intentan encontrar respuesta para tan apremiante demanda. Ofrecen consuelo, promesa de vida eterna, exaltan el goce de los sentidos o el descubrimiento del valor casi imperceptible de las pequeñas cosas cotidianas. Todo proyecto social emancipatorio se propone también, en última instancia, construir la posibilidad de realización plena para cada quien.