¿Cómo sabía mirar esa mujer de la que nadie ahorra poesía para evocarle? ¿Hasta dónde llegaba el tono de voz del alma redentora que muchos consagraron como madre de sentimiento? ¿Qué palabras había en ese corazón para conquistar, domesticar, salvar… todos los corazones? Siempre será un misterio para esta generación con héroes anónimos. Hoy quedan las cuatro letras arrulladoras que anuncian una niña con aliento de madre.
Yeyé: ese punto en el que se abrazan Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, Noel Nicola y Sara González, Roque Dalton y Mario Benedetti, Julio Cortázar y Eduardo Galeano, Víctor Jara y Violeta Parra, Gabriel García Márquez y Pablo Neruda, Roberto Matta y Wifredo Lam, Thiago de Melo y Chico Buarque, Roberto Fernández Retamar y Mercedes Sosa, Ambrosio Fornet y Ernesto Cardenal, Carlos Puebla y Omara Portuondo, Cuba y Latinoamérica, música, literatura y artes plásticas, grandes artistas con genios sin descubrir, las olas del Malecón habanero con los balcones del edificio hogar.
También se abrazan Martí, Che y Fidel, esos grandes amores que la cautivaron desde siempre y solo podían compararse con la unión indestructible con su Abel, más que hermano, su girasol, dueño de toda su verdad, contraparte de una mágica comunión de espíritus que los llevó hacia la gloria de tener un Moncada, en el que la muerte de su alma gemela no era sino la certeza de que nunca envejecería —como consoló a sus padres desde prisión— hablando de ese que los había hecho más cubanos a todos.
Silvio lo ha confesado. De escuchar hablar a Haydée una noche, surgió Canción del elegido con metáforas que casi robó al amor pasional de esta hermana. Pero no solo una composición le debe el trovador. Recuerda también cómo Yeyé lo «agarró por una oreja», junto con Pablo y Noel, y los llevó a comprarse algunas ropas para que su apariencia no fuera criticada. Y de cómo le hizo ver que la Historia la escribían personas, y que todo el mundo, por humilde que fuera, tenía en su vida la oportunidad de asaltar un Moncada. Por eso aún la recuerda cuando está entre aplausos o cuando le reconocen algo. La siente también con aquella sábana blanca con que se disfrazó de fantasma y se le apareció a Nicola, quien dormía en un sofá.
Porque esta niña que discutía de béisbol en las esquinas se licenció de enfermera sin estudios para atender a los heridos del asalto, y de difusora para llevar a Cuba las palabras de Fidel, porque desde el inicio —como le advirtió su Abel— ya nunca pudo apartarse de querer serle útil. Útil como los girasoles, su flor predilecta por tener la virtud de la utilidad (su forma de tener ese concepto martiano de la utilidad de la virtud).
Porque su hija Celia María relataba cómo su madre se construyó con el recuerdo de Abel, Boris, Che y Celia, un rosario sagrado que llevaba para seguir la lucha. Porque solo sufría pensando en qué haría Fidel sin ellos. Porque Che no podía morir, porque una bala no podía terminar con el infinito. Así le escribió en esa carta enviada a ningún lugar porque fue escrita después de la muerte del gran amigo que le prometió en la Sierra llevarla a Argentina para cambiar el café por mate.
Y así se fue volviendo Haydée de todos, para todos, con todos, un indómito y limpio personaje de fuego, en palabras de Mario Benedetti. Bautizó de amor al Moncada y con él regó cada obra que hizo suya después de toda aquella gesta.
Lo importante es su paso como de un relámpago, dijo Fernández Retamar. Lo importante es que está más viva que nosotros mismos, dijo también el poeta de Casa, el mismo hogar donde la recordaron por estos días de aniversario de su natalicio. Lo importante es que para ella ser comunista era una actitud ante la vida. Y que la vida y el mundo se comprendían amando. Y nadie amó como Yeyé. A nadie se le ama como a ella. Tan girasol.