Las gotas de agua van llenando la que fue una latica de refresco. Puede tomarse. Es destilada por el aire acondicionado, desde donde caen hasta la acera de una avenida de Luanda. Es mayo de 1991. La guerra ha terminado y los últimos soldados cubanos en Angola están a punto de regresar a la Patria.
Ya sus manitos no caben dentro de las mías, ni corre como un loco bajito por toda la casa sobre su velocípedo. Tampoco se ensimisma mirando los muñe de Pluto y la pelota pequeña que atormentaba mi oído chocando en las paredes ya a él se le olvidó.
Hay una anécdota de Julio Cortázar que me encanta. Dice: «Paseaba con mi padre por el campo cuando me preguntó: “Además del canto de las aves, ¿oyes algo más?” Agucé el oído y respondí: “Oigo el ruido de una carreta”. Dijo: “Sí, una carreta vacía”. Y yo: “¿Cómo sabes que está vacía si no la hemos visto?” Y él: “Lo sé porque hace ruido. Mientras más vacía va una carreta, mayor es el ruido que hace”.
Mi casa no era ámbito de maledicencia. A veces se comentaba de manera jocosa algún rasgo característico del comportamiento de amigos y visitantes. Con frecuencia escuché decir: «Fulano corre detrás de su nariz». Era un girovagante que salía a la calle con un propósito determinado y desviaba pronto el rumbo incitado por cualquier estímulo accidental. Los días transcurrían de ese modo, desperdiciando el tiempo destinado a abordar los asuntos sustanciales de su trabajo. En nuestra vida cotidiana, muchos son los que siguen corriendo tras su nariz. Raúl Roa, conocido por su legendario dinamismo, acostumbraba reiterar la necesidad de invertir horas nalgas en el estudio y la reflexión.
El gesto de malestar vino acompañado de una palabrota, mientras la caja de fósforos fue a parar, de un tirón, más allá de cuatro metros. «Le ronca, además de quemarme los dedos, me abrió un hueco en la camisa», resumió en do mayor. Acababa de ser víctima de esa reacción inicial casi «explosiva» de las cerillas cubanas.
Hace exactamente diez años. Aunque había recibido unas cuantas estocadas, se resistía a morir. Agonizante, casi pataleando, esperaba por la medicina que desde los laboratorios ideológicos de Estados Unidos, recetaban no pocos analistas. El proyecto del ALCA, siglas de la llamada Área de Libre Comercio para las Américas, solo pedía llegar con vida al 1ro. de enero de 2006. Era la fecha de la resurrección, el momento en que saldría de la cama, se pondría los botines y comenzaría a caminar...
Ernesto es un joven con una formación militar desde sus estudios en los Camilitos. En esa institución académica y en las siguientes que cursó siempre le enseñaron el valor de los modales, la disciplina estricta y la cortesía para con sus compañeros y la sociedad en general. Esas virtudes son inherentes en él, las estima y las pone en práctica constantemente. Pero sucede que a veces sus buenas acciones no tienen como premio la respuesta esperada, que dictan las normas más elementales de reconocimiento.
«Si no sirve, no sirve», dijo una colega en medio de una reunión. Y quienes allí estábamos sonreímos y pensamos en el tino de la frase, aun cuando pareciera emparentada en lógica con aquella tan famosa sobre la técnica, con la que casi cualquiera en Cuba ha sonreído.
El inolvidable Enrique Núñez Rodríguez vendió su bicicleta para goce de tantos lectores que lo seguirían como a un rapsoda de la cubanía y el ingenio. Y este periodista, que trabaja para el día y la hora, regaló su vieja máquina de escribir Robotrón cuando, pobre migrante digital, accedió al irreversible mundo de las computadoras.
Bagdad, Samarcanda, Teherán, Damasco son hermosos nombres que cantan al oído de quienes los evocan. Como los Reyes Magos, traen olor a incienso y a mirra. Suscitan el recuerdo de Las mil y una noches y tantos otros apólogos que pasaron a la cultura occidental a través de la secular presencia árabe en España, modelo de tolerancia que aceptaba la convivencia entre musulmanes, judíos y cristianos, que sembró olivares, forjó estupendos aceros, introdujo la noción del cero, e impregnó nuestro léxico de palabras que usamos todos los días. Cuando el imperio otomano se estaba deshaciendo, el romanticismo nos sedujo con la visión exótica de un Oriente sin fronteras y las novelas cursilonas que precedieron a Corín Tellado poblaron sueños femeninos de árabes varoniles y enigmáticos.