Reviso. Descuartizo con la mirada mi viejo armario, sin piedad, en busca de ropas recuperables. Nada me sirve. Especialmente estrechos, poco útiles en esta nueva fase de mi vida, me resultan los atuendos de hace un quinquenio, con los cuales he hecho un montoncito.
Uvas, cangrejitos de guayaba y coco, dulces finos, pan con jamón, pizzas, paleticas de helado, bocaditos, refresco, tamales, sorbetos, pellys, galleticas de chocolate, palitroques, mamoncillos, mazorcas de maíz asadas, confituras... Todo eso se pregona por la orilla de la playa. Y todo desaparece si se acerca alguna autoridad que les pueda incomodar.
Algunas miradas se perdían a lo lejos y no pocas cabezas quisieron encontrarse con el ombligo mientras la señora del bastón seguía preguntando: «¿Dónde está el asiento para los impedidos?». El silencio fue la respuesta, aunque la señal gráfica en la pared del ómnibus era perfectamente visible y pese a que los ojos de quienes íbamos de pie se clavaron en aquellas personas que, sentadas a gusto en ese asiento y en los contiguos, no se dieron por enteradas.
En aquel hotelito de la Avenue du Maine, en París, se concentró un núcleo de cubanos. Fueron el imán que atrajo a otros, entre ellos, al gran poeta peruano César Vallejo. En los 30 del pasado siglo, eran jóvenes que buscaban en Europa posibilidades de aprendizaje y refugio ante la represión desatada por las tiranías de nuestro continente. Nací en esas circunstancias con un pedazo de pan bajo el brazo, porque ambas ramas de la familia se apresuraron en enviar ayuda monetaria. Por unos meses pudimos disponer de una habitación con cuarto de baño. Allí colocaban mi cuna cuando los amigos se reunían a compartir una comida criolla y luego, intentaban algunos pasos de baile en tan reducido espacio. Al echar una mirada una noche, Carpentier me descubrió con los ojos bien abiertos a través de la cortina corrida por dedos todavía inseguros.
Sentado frente a la tele, madrugada adentro, miraba la última saga fílmica inspirada en la obra de Homero y me detenía en el rostro de Helena, interrogándolo lunar por lunar, preguntándome si aquella belleza valía diez años de guerra —hasta con dioses muy serios involucrados— y si su recuerdo merecía los versos enormes de La Ilíada y los cientos de miles de fotogramas que el cine ha dedicado a una historia que arrancó como si nada, cuando Paris pidió a la joven casada: «¡Ven conmigo!». Y ella accedió.
Hasta los siete años, cuando sus padres se separaron, Alicia vivió en la familia de las maravillas. Era un hogar feliz —aparentemente feliz—, en el que todo giraba alrededor de la pequeña. Ellos se desvivían por complacerla, especialmente el papá, quien la consentía en cuanto gusto deseara la niña.
Quienes bien me conocen saben que prefiero un abrazo apretado que un montón de palabras escogidas para que suenen bonitas… Convencidos están de que me alegra más un regalo hecho para mí con el despliegue de cualquier inventiva y habilidad, o cualquier objeto al que se le acuñe un significado especial, que un regalo comprado… Seguros están que premio las iniciativas, lo inimaginable, lo impensable que sorprende antes que lo que figura como tradicional en los manuales clásicos… ¡Es que la espontaneidad nos puede regalar tanta felicidad!
No hay símbolo más entrañable para cualquier pueblo o nación que su bandera nacional; ella representa, por lo general, una dilatada historia de heroísmos y sacrificios vinculados a un largo martirologio —en ocasiones varias veces milenario—, y expresa mediante su diseño y colores la idea de patria que sus creadores tuvieron en cada caso y, por tanto, las diversas interpretaciones que le otorgaron en cada ocasión original o fueron surgiendo posteriormente, a lo largo de la historia.
En la carretera entre Ranchuelo y la Esperanza, a poco más de 250 km de La Habana, está Castaño, una comunidad de unos quinientos y tantos habitantes. No aparece en los mapas regionales, y permanece virgen ante las cámaras de televisión y las redes sociales. Esta es tierra de sembradores de ajo y cebolla, de cultivadores de caña de azúcar y pescadores de tilapia, de gente que en las tardes ahogan su alegría con un buen trago de aguardiente...
Imagino que a aquellas pequeñas toallas, colocadas tras el cristal de la tienda Los buenos precios, deben dolerles los oídos. O que han de estar sufriendo las quemantes temperaturas de estos tiempos, sin un caballero andante o una princesa que las rescate del absurdo cuento en que viven.