En la carrera sobre la grama jabonosa, el pie se viró de súbito. De modo que el cuerpo no pudo mantener el equilibrio y empujó con crueldad el tobillo contra el suelo, hasta hacerlo crujir con un «traccc» horrible, anunciador del trauma óseo.
Esguince de tercer grado, le informaron apenas estuvieron las radiografías. Luego el diagnóstico cambió por fractura de peroné. «No hay desplazamiento, no hay que operar», dijeron, acaso para aligerarle la amargura de softbolista ocasional y fracasado.
Así vistió por primera vez una bota blanca y dura, dibujada por varias semanas, en las que no faltaron los incontables regaños familiares al estilo de «te lo dije, que estás viejo para esas cosas», ni tampoco las bromas de plomo.
Claro, esas nunca escasean en momentos de infortunio. Es como si con la fatalidad se cebaran las mofas más hoscas. No bien le habían colocado el yeso y ya empezaban a preguntarle los graciosos dónde «metió la pata», o a llamarle pata de palo, patipartido... o el cojo.
Mas, tales palabras son poco comparadas con las pequeñas odiseas que debe vivir un ser humano no acostumbrado en su diarismo a la inmovilidad parcial. Por tradición, suele decirse ante el sacrificio exagerado que se ha cruzado el Niágara en bicicleta, probablemente sea más exacto sentenciar: pasó el Niágara con un yeso.
En este caso, él se vio obligado a convertir disímiles objetos en bastón: un bate, una silla, un trapeador, una pared, un hueso ajeno... Eso, hasta que llegaron piadosamente las muletas prestadas.
Tuvo que aprender a «cangurear» en un solo pie, a bañarse sentado con la pierna empinada para que el yeso no sufriera la mordida del agua, a aguantar la picazón desesperante dentro de la bota, a dormir en posiciones que jamás imaginó.
Un día soñó que en un juego decisivo de softbol, a grada vacía, se deslizaba en el home play. Y la simple mímica del deslizamiento con los ojos cerrados le provocó un dolor que le llegó a los mismísimos calcañales.
A la sazón, aquilató más el valor de aquellos que, faltándoles una extremidad desde la cuna o la niñez temprana, crecieron y concretaron sueños que parecían encaramados en la Luna.
A poco concluyó que en estas circunstancias es cuando valen los amigos, que son contados. Porque hay amigos de palabra, de almidón, de mentiritas, de plastilina, de interés, de aire y los de acción.
Más tarde emprendió trámites; verbales unos, de cuerpo presente otros. Entonces sintió más amargo el peloteo y el «venga después», oración casi infaltable en nuestra cotidianidad, soltada lo mismo para el de pies ligeros que para el que va a tientas por el mundo.
Finalmente, hubo de sumergirse en la televisión y en la lectura para que el tiempo y los dolores del alma o la anatomía transcurrieran. Pero un mal sábado, mientras veía el único canal de su gusto, se produjo una fluctuación tremenda en el voltaje. El televisor, comprado con el desvelo de varios años, quedó con la espina dorsal fracturada, y los yesos para estos casos han de buscarse en otro planeta.
En cuanto a los libros, comenzó por Las mil y una noches; sin embargo, leía tan lento como contaba Scheherezada, de manera que decidió escribir estas líneas con la esperanza de que su tobillo, compañero de tantas aventuras durante cuatro décadas, vuelva a parecerse al de antes.