Pasó mucho tiempo para que entendiera al Che. A estas alturas me pregunto si algún día tendré su valor. A su altura comprendo entonces el verdadero significado de altruismo.
Cuando escuché de su historia por primera vez, hace más de 20 años, sentí el padecimiento del asma, como lo único en común, sin embargo, por allí comencé a comprenderlo.
Entendí sus días de «respiración entrecortada», atravesando la Sierra húmeda, la selva espesa. Sobreviviendo a las noches del pitido en el pecho, de la sensación de no poder llevar a los pulmones el aire que sobre y pensar todo el tiempo en la posibilidad de morir. Solo entonces supe la diferencia entre nosotros: él nunca temió a la muerte.
¿Cómo puede no temerse a dejar de estar vivo, a cerrar los ojos para siempre?, me pregunté hace 20 años.
«Menos mal que existen/ , los que no tienen nada que perder/ , ni siquiera la muerte», me respondería luego Silvio Rodríguez, en una canción.
«Se arriman a la noche y al día/ y sudan si hay calor/ y si hay frío, se mudan/ no esperan echar sombra o raíces/, pues viven/ disparando contra cicatrices».
Este 8 de octubre regresé en el tiempo. Volví a la plazoleta de mi escuela, aquel día cuando alguien de mi familia —a ciencia cierta no recuerdo quién— anudó a mi cuello la pañoleta azul.
Retorné y me vi formada, nerviosa e impaciente, cerca de mis compañeritos de Primaria, de mis amigas de toda la vida.
Me encontré repitiendo que sería como el Che y reflexioné cuánto he hecho ahora, a mis 27, para cumplir esa promesa que me hice a mí misma cada día durante mis años como pionera. Ni siquiera sé si podré ser como él, pero lo intento.
Al Che lo sentí más cerca con apenas diez años, cuando mi padre me presentó a uno de los ingenieros geofísicos que buscaron y encontraron sus restos.
Quizá Noel Pérez Martínez no se acuerde de mí. Era muy pequeña y desde el regazo de papá, lo escuché hablar muy bajito, a lo lejos. Mi hermana Ara, en cambio, insistió en fotografiarse con él.
Era una foto imprescindible, que todavía guardamos en casa. Noel había estado allí, en el lugar donde estuvieron por 30 años los restos de Guevara, a la espera de ser encontrados, a la espera de los suyos.
Desde aquel día de 1997, el Che nos acompaña más. Ahora lo hace desde su Mausoleo de Las Villas, donde es más fuerte su presencia, donde es casi posible sentirlo, tocarlo.
Y aunque igualarlo es un reto, precisa de intentos. El Che fue el hombre nuevo del que habló. «Hiciste una creación única, te hiciste a ti mismo, demostraste cómo es posible ese hombre nuevo (…), porque existe, eres tú», le escribiría Haydée Santamaría al conocer de su asesinato en Bolivia.
«Con tus ojos abiertos, América Latina tenía su camino pronto», mas él nunca los cerró y su espíritu todavía recorre el continente desde el río Bravo hasta la Patagonia.
Su espíritu también me acompaña, cada junio y octubre, y a veces siempre. «Menos mal que existen/ menos mal que existen/ para hacernos…».