Los que me han leído en algún momento saben que no soy bueno recordando nombres. No sé cómo la ciencia denomina ese defecto. Lo que no olvido son los buenos y determinantes hechos en mi ya no tan corta vida. Algunos de ellos han sido tan definitorios, que cambiaron esquemas mentales en mi adolescencia y juventud.
Estas letras no me pertenecen del todo: las debo a Matilde, una profesoraza jubilada, de las que ya vienen pocas y se pueden escoger en el puño de una mano; de las que te hablan de cariño al mirar a un estudiante, o del buen vestir cuando se trata del aula, o del amor por la profesión más allá de pagos.
Psiquiatra, Frantz Fanon ejerció la profesión en su Martinica natal. En la consulta cotidiana atendía a los pacientes más desfavorecidos de la pequeña isla. Al abordar el diálogo indispensable para la psicoterapia, tropezó con obstáculos que lo llevaron a detectar una de las huellas profundas e invisibles del colonialismo oculta en lo más profundo de la psicología humana. Era la fractura de la autoestima, valladar que se interponía en la capacidad para formular sus problemas. La servidumbre y la marginación coartaban el reconocimiento del yo y se convertían en factor mutilante de la persona.
El del medio de mis hermanos es demasiado ocurrente. Cada uno de nosotros es muy diferente entre sí, pero a Osvaldito se le va la mano a veces. Brian es serio y cariñoso, Alejandro no para de jugar y odia las tareas, y yo… bueno… mejor seguir con Osvaldito. No es que los otros dos sean santos, es que lo de quien ha vivido conmigo desde que nací, el que me hace sentir vieja cuando me convierte en su mamá, es demasiado como para no contarlo.
Cuando la algarabía de la alarma electrónica hace trizas el silencio del amanecer, Nancy, semidormida, extiende un brazo y le apurruña la corona al reloj. Por unos segundos más permanece acostada sobre la cama. Luego bosteza, estira el cuerpo, se pone de pie y comienza a despabilar la agenda de su pensamiento.
Cuando este diario publicó la historia de Yaíma Jiménez, la primera mujer inseminada artificialmente en Cienfuegos, cuya hija Alexa cumplió cuatro años el 9 de diciembre pasado, todo parecía una historia de cuento infantil.
«No puedo creerlo, ¿hay leyes para ello?». Su asombro apenas la dejaba seguir preguntando. «¿Y por qué de eso no se habla? ¿Por qué no se aplica? Bueno, si lo hicieran, ya me hubiera enterado, claro, porque al menos una multa ya hubiera tenido que pagar… Tú sabes, a veces me enredo en las cosas de la casa y prefiero que firmen el papelito y ya».
La historia de Cuba no fue levantada nunca sobre nacionalismos estrechos. La idea cumbre de nuestra vocación universal, tan bien demostrada en tantos actos de bondad y desprendimiento, es el precepto martiano de que Patria es humanidad.
En un reciente encuentro con dirigentes del turismo, salió a la luz el peso creciente de los visitantes de ciudad. El fenómeno, tangible en el volumen de ingresos, revela la importancia de un componente decisivo de la imagen Cuba, portadora de múltiples aristas acumuladas por la historia. Sería un error estratégico limitar las políticas en este sector a estereotipos reduccionistas como el sol, la naturaleza o en el más denigrante de la sensualidad de los hombres y las mujeres del trópico.
No levanta tres cuartas. Aparenta unos diez años «revijíos» y ya es diestro en pedir, junto a otros amigos más crecidos, en el umbral de la adolescencia. Se mueve como liebre en las afueras de la nave San José, un mercado de pintura y artesanía en la Avenida del Puerto, donde carenan turistas. Hay búsqueda en la caída de la tarde…