Los que me han leído en algún momento saben que no soy bueno recordando nombres. No sé cómo la ciencia denomina ese defecto. Lo que no olvido son los buenos y determinantes hechos en mi ya no tan corta vida. Algunos de ellos han sido tan definitorios, que cambiaron esquemas mentales en mi adolescencia y juventud.
Mi madre se preocupaba por mi manía obcecada de leer. Leía mientras comía; en el ómnibus de la Lenin, mientras todos cantaban, me absorbía la lectura de las aventuras descritas por Mark Twain o las biografías noveladas de Stefan Zweig, o la maravillosa descripción de mundos futuros de Verne. Quizá me sentía influenciado por el encuentro con una colección única que sobrevivía a duras penas entre el polvo de mi casa en Centro Habana y que se llamaba El Tesoro de la Juventud. Con resúmenes a veces muy sintéticos, nos adentraba en la literatura clásica, en los secretos de la naturaleza y el cuerpo humano, en fin, en todo nuestro universo tal como lo conocía el ser humano cuando se publicó antes de la segunda mitad del siglo XX.
Eran 20 tomos. Carmita, mi madre, lo había ganado en un concurso de Historia en los años 40. Cuando yo tenía siete años, ya había consumido gran parte de ese Tesoro. Por eso digo que se me hacía difícil dejar pasar un libro por mi lado, sin que intentara al menos saber de qué trataba. Esa colección, que quizá alguien critique pero que para mí fue muy útil, pudiera haber sido la culpable de mi afán por la lectura. ¡Ah!, pero existía un límite. No había manera de que un escritor como Alejo Carpentier me atrajera hacia sus obras.
Y entonces llegué al grado onceno. Una profesora de Español y Literatura, de esas que no se molestaban nunca por que no la atendieran en su clase, comenzó un día a explicarnos la dramaturgia en prosa de la novela Los pasos perdidos, de Carpentier. Y de pronto se hizo el silencio en el aula. Ella desglosaba, como ahora hago con los guiones que llegan a mis manos, cada momento climático de esa obra. Y se nos fue abriendo ante los ojos, como una película, la impresionante marcha en esa máquina del tiempo que fue el recorrido del protagonista desde la civilización contemporánea hasta la comunidad primitiva, en esa búsqueda incansable del ser humano por encontrar sus orígenes.
La profesora hablaba y yo solo esperaba el momento de terminar la clase para salir raudo hacia la biblioteca a encontrar ese maravilloso libro. Y después de ese, en la medida en que pasaban los años, fueron otros. La consagración de la primavera y El recurso del método me hicieron ser un apasionado buscador de los tesoros de lo real-maravilloso. No fue solo Carpentier, detrás de él entró a mi vida García Márquez y sus Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera, y así, uno tras otro, sin que me aburriera un solo párrafo de lo escrito tan magistralmente. Tanto cambió mi vida esa profesora, que mis pasos se encaminaron hacia la literatura más ancestral, como la de los escritores del desierto en la poesía preislámica.
Y hoy, al sentarme a compartir ese recuerdo, me enfado al no recordar el nombre de esa mujer que cambió mis pasos en la vida. No hay manera de agradecerle lo que hizo por mí en esos 45 minutos de clase, cuando abrió mis ojos hacia lo infinito y la hermosura de la literatura. Sencilla y sabia, mi profesora quizá no previó la fuerza de sus palabras.
De mujeres como ella, sencillas y sabias, fuertes en su nobleza y su dulzura, estamos rodeados cada día. En las casas, en las calles, en todos los lugares. No deben estar a la sombra. No podemos dejarlas en la sombra. Porque con sus pequeños detalles cambian vidas y destinos. No son mitad, son universo. No son complemento, son esencia. No son momentos, son vida. (Tomado de Cubadebate)