La historia de Cuba no fue levantada nunca sobre nacionalismos estrechos. La idea cumbre de nuestra vocación universal, tan bien demostrada en tantos actos de bondad y desprendimiento, es el precepto martiano de que Patria es humanidad.
Por ello hiere la sensibilidad nacional y patriótica observar cierta tendencia a la adoración de símbolos extranjeros, mientras se desconocen o menosprecian los propios, algo sobre lo que tanto se ha llamado la atención en los últimos años. A veces se siente la fuerza de aquella pregunta del poeta matancero Bonifacio Byrne: «¿Dónde está mi bandera cubana, la bandera más bella que existe?».
Ciertamente, en la Mayor de las Antillas ha habido una carencia de producciones nacionales enfocadas a nuestra identidad y ha faltado una simbología comercializable —al menos asequible al bolsillo de todos los cubanos—, que estuviera acompañada de estrategias comunicativas favorecedoras de la promoción de nuestros símbolos, lo que ha abierto un camino para que diversos espacios sean ocupados con artículos foráneos y no con lo autóctono, con lo nuestro.
De ahí que la noticia, a fines del pasado año, de que la Unión de Jóvenes Comunistas inició la entrega de enseñas nacionales a diversos comités de base y, posteriormente, a centros destacados en la docencia, los servicios y la producción, devenga señal halagüeña en el interés de seguir acercando a los jóvenes a los símbolos patrios. Fue ese uno de sus planteamientos en el X Congreso de la organización, en julio pasado, ante los inaccesibles precios que tienen ese y otros atributos que nos identifican como nación.
Ahora bien, debemos llamar la atención de que el uso dado a los símbolos extranjeros no lo podríamos imitar con los nuestros sin tener en cuenta lo legislado. Por ello, no son pocos quienes han manifestado también en los últimos tiempos la necesidad de repensar la utilización de nuestros símbolos, ante una sociedad que dista mucho de aquella que aprobó la Ley de los Símbolos Nacionales y su Reglamento, emitidos en la década de los 80 del siglo pasado.
¿Puede un cubano envolverse en la enseña nacional, llevarla en una prenda de vestir, utilizarla como distintivo o tatuarla en el rostro? ¿Puede estar colgada día y noche a la entrada de una institución o de una vivienda? La respuesta a esas interrogantes en las disposiciones actuales sería la negativa, como también a las escenas que vemos a diario de nuestra bandera adornando cientos de vehículos junto a la de otros países, o grabadas en suvenires, camisetas o bolsos.
Imágenes que no concordarían con lo dispuesto acerca del uso de nuestra enseña nacional se ven a diario en las calles, como también se le observa reproducida con los más diversos diseños y tonalidades de colores. Todo ello está prohibido, según lo estampado en el artículo 24 del Reglamento de la Ley de los Símbolos Nacionales.
Con el Himno Nacional ha habido irreverencia y olvidos. No faltan quienes permanecen sentados o conversando mientras otros lo entonan, o quienes ni se descubren, ni adoptan la posición de firme cuando lo escuchan. Igualmente es visible la ausencia, en numerosas actividades estatales y oficiales, de nuestro Escudo de la palma real, como tampoco preside las fachadas principales de los edificios de los órganos y organismos del Estado, tal como instituye el Reglamento.
Algunos de los ejemplos mencionados demuestran falta de educación cívica, irrespeto y desconocimiento de la legislación vigente, en la que 25 artículos corresponden al uso de la Bandera Nacional, mientras que otros seis están relacionados con el Himno Nacional y cinco con el Escudo.
Y también son muestras de que, en la práctica, sería imposible cumplir hoy todo lo legislado años atrás, por lo poco flexible y, en algunos aspectos, por lo desfasadas que han quedado algunas de esas disposiciones. Ello no quiere decir que cualquier cambio que se haga en la actualidad, no sea para apostar a que los símbolos sean más respetados, pero también más cercanos, más propios y, por lo tanto, verdaderamente sagrados para todos los que amen la Patria.
Esa necesidad de cambio ha sido sentida con hondura por la juventud, como se ha demostrado en diversos espacios de debate y hasta en el propio Congreso de la organización. Y no porque deseen utilizar los símbolos patrios al antojo de cada cual, sino porque han defendido que el patriotismo se enarbola también en la manera en que los utilicemos.
En los intercambios, los jóvenes han manifestado su deseo de llevar sus atributos, situarlos en las casas o compartirlos con amigos de otras naciones, porque esos símbolos nacionales «han presidido por más de cien años las luchas cubanas por la independencia, por los derechos del pueblo y por el progreso social», tal como refrenda el artículo 4 de la Constitución de la República.
Las palabras del historiador Eduardo Torres Cuevas, al abordar este dilema tras un reciente taller de Historia, vienen como anillo al dedo: «Nuestra primera preocupación es por tener una ley acorde con estos tiempos, pero lo segundo, y lo más importante, es la conciencia: que más allá de la ley, la gente sepa cuáles son sus símbolos, el valor que tienen, lo que significan, y puedan usarlos, de la manera que esté establecido, pero con el corazón».
No es casualidad entonces que exista una comisión para el estudio de la reforma en las disposiciones sobre los símbolos patrios, creada por la Academia de Historia de Cuba, que trabaja ya en varias propuestas. Lo ideal sería avanzar hacia una ley más flexible, abierta y plena, pues aunque algunos dirán que el amor a la Patria se lleva en el corazón, en este mundo audiovisual y lleno de imágenes, esa también es una vía para defender los símbolos, honrarlos y crecer con ellos: al hacerlo reverenciamos a los que con el sacrificio de sus vidas los elevaron al altar patrio.