No levanta tres cuartas. Aparenta unos diez años «revijíos» y ya es diestro en pedir, junto a otros amigos más crecidos, en el umbral de la adolescencia. Se mueve como liebre en las afueras de la nave San José, un mercado de pintura y artesanía en la Avenida del Puerto, donde carenan turistas. Hay búsqueda en la caída de la tarde…
—Tía, tía, regáleme algo, suplica a la rubicunda viajera, que desciende los estribos de un Transtur refrigerado. Si ella no descifra, él sabe guapear con la mímica y ojos implorantes. Le conviene lo mismo un CUC que un bolígrafo o un chicle. Cuando la extranjera hurga en su bolso y lo complace, a tanta insistencia, sin decir ni gracias estalla de alegría y corre disparado, para mostrar el botín a sus camaradas de lucha, que asedian a otros «yumas»…
Mira retadoramente, con cierta autosuficiencia callejera. Y sonríe todo el tiempo. Nada de tristezas. Tampoco anda sucio, como esos pequeños mendigos que enmudecen de soledad y desamparo en los fríos amaneceres de cualquier ciudad latinoamericana. Es una mezcla cubana del Chicuelo con Lazarillo de Tormes, el muy pícaro.
Me sumo en divagaciones: debe vivir muy cerca de allí, en la misma Habana Vieja. ¿Quiénes serán sus padres? ¿Sabrán dónde y qué está haciendo a la caída de la tarde? ¿O lo entrenan y envían a esos menesteres? En el mejor de los casos, quizá ni saben, porque han perdido las riendas. ¿Habrá ido a la escuela hoy? ¿Quién es su maestra? ¿Ella estará al tanto del precoz oficio?
¿Será el último brote de una familia disfuncional, o verdaderamente integra el bolsón de una zona vulnerable, que ha escapado a los controles y prevenciones de la Asistencia Social?
El pequeño ya aborda a otra presa extranjera. A solo unos metros, un joven propone hasta un zepelín a dos turistas, y casi se postra de genuflexiones. Más allá, un «guía turístico» improvisado colma de disparates e inexactitudes la curiosidad de varios «tíos» ibéricos, esperando posiblemente unas monedas al final del recorrido.
No hay autoridad visible por todo aquello, ni funcionarios públicos que caminen mucho más los desafiantes trillos de la realidad, extramuros de sus oficinas. ¿Por dónde andan los de Prevención Social y los llamados «factores» de la comunidad?
Pero lo más triste de todo, lo más impune, es constatar la indiferencia con que tanta gente pasa al lado del precoz pedigüeño. Como si fuera algo ya imposible de atender y solucionar. Pasan ensimismados, masticando crujientes chucherías. Como si les resbalara el futuro de un niño, aunque fuera el único pedigüeño de La Habana.
Lo observo y ya me mira receloso, como si yo fuera un agente encubierto. ¿Cómo crecerá en ese torbellino y quién llegará a ser, sin que alguien, familia, escuela, barrio o país, tienda su mano cálida y sabia, que enderece a tiempo las tempranas torceduras?
Trato de conversar con el fiñe. Le lanzo algunas preguntas, y me corta tajantemente. Con desconfianza, me mira desafiante y espeta:
—Oye, puro, ¿qué p… te pasa?
Huye. Se pierde con la violácea caída de la tarde por una callejuela de La Habana Vieja. Y salvando las distancias con la vindicación del niño yuntero, también me pregunto con el poeta Miguel Hernández: ¿Quién salvará a ese chiquillo, menor que un grano de avena…?