De manera natural, el tema de nuestra identidad se expresa en el ámbito cultural desde tiempos remotos. Su antecedente más lejano puede reconocerse en Espejo de paciencia, ese singular poema épico en tono menor inspirado en el contrabando. Luego se manifiesta en nuestros historiadores tempranos que, en el siglo XVIII, empiezan a interrogarse acerca del qué somos y del cómo somos. En dirección similar apunta la crítica formulada por el padre José Agustín Caballero a la escolástica dogmatizante. Los criollos comenzaban a marcar su diferencia. A partir de entonces, con conciencia creciente de nuestra condición colonial, fue cristalizando, en el reconocimiento de nuestro entorno, una rica obra de imaginación y pensamiento. En los 80 del pasado siglo, el Ministerio de Cultura auspició una investigación que abordaba el asunto desde la perspectiva de las ciencias sociales. El muy reconocido texto de Carolina de la Torre constituye uno de los resultados de aquel proyecto.
Lo bueno no fue solo —y ya constituye mucho—, que la entrada a la matiné del Café Cantante del Teatro Nacional costara esa tarde de jueves apenas ¡un peso (CUP)!
Entre las palabras más llevadas y traídas que hemos leído y escuchado durante muchísimo tiempo están, sin la menor duda, compromiso, control, exigencia, calidad, disciplina y esfuerzo. Y siga usted, amigo lector, la desmesurada lista.
La loma de Belén, o A la loma de Belén, como también la llaman, era la canción más solicitada en las programaciones bailables de una emisora radial del centro del país, en ocasión de las nocturnas fiestas carnavalescas de 1969.
Ha sido certera la aseveración de la rectora del campus de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico (UPR), Carmen Haydée Rivera Vega: los reclamos de sus muchachos incluyen «cuestiones de país», y «son urgentes».
Una operación médica llega a su fin. La última canción del CD acaba de grabarse. La tienda ya está organizada para abrir sus puertas. La libreta del escolar fue revisada por su maestra. La calle se encuentra limpia para empezar otra mañana. El chofer recogió a su primer pasajero. El entrenamiento de un miércoles cualquiera comenzará.
Entre las tantas noticias, la casualidad me ha llevado a leer la entrevista a uno de los últimos supervivientes del bombardeo de Guernica, la aldea mártir que inspiró una obra capital de Pablo Picasso. Era un día de mercado. Los campesinos de los alrededores habían acudido a traer sus mercancías. De repente, a vuelos rasantes empezó a caer la metralla. No hubo tiempo para buscar refugio seguro, apenas algún amparo precario. Cuando todo parecía haber terminado y los habitantes salían a recoger sus muertos, volvió la metralla.
«El domingo, a las ocho de la mañana, se va a colocar la primera piedra de la parada, una trascendental parada ubicada en El Revuelco, y necesitamos que estén los compañeros de la televisión para que divulguen el acontecimiento».
Al entrar a Salvador de Yateras, el viento de agua entró por la ventanilla de la izquierda detrás del chofer, y Antonio Muñoz, mánager por entonces del equipo de Cienfuegos, sin ser meteorólogo se percató al instante de que el aguacero estaba a punto de romper. El ómnibus de los sureños iba detrás de los anfitriones guantanameros, conocedores del camino que los conducía a este poblado de la zona más oriental de Cuba.
Tres horas sin WhatsApp —aplicación de mensajería instantánea con más de mil millones de usuarios globales— bastaron para que este miércoles el trozo de mundo conectado a la red de redes se contorsionara de pánico. Las reacciones ante el suceso abrazaron desde lo humorístico hasta la más franca histeria.