Tres horas sin WhatsApp —aplicación de mensajería instantánea con más de mil millones de usuarios globales— bastaron para que este miércoles el trozo de mundo conectado a la red de redes se contorsionara de pánico. Las reacciones ante el suceso abrazaron desde lo humorístico hasta la más franca histeria.
Incluso Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, quien comprase WhatsApp por 19 000 millones de dólares en 2014, tuvo que emitir un comunicado oficial para aplacar la ira de los usuarios.
Lo acontecido muestra los peligrosos resortes sicológicos de tecnodependencia casi enfermiza que han surgido en esta era de las nuevas tecnologías.
Y antes de proseguir con mis cavilaciones, algo tengo que aclarar: si existieran categorías para clasificar a los amantes de la tecnología, quien suscribe estaría en el apartado de sus más furibundos defensores. No obstante, mis preceptores me hicieron comprender que cualquiera de estas bondades es el medio para llegar a un fin, nunca la vía indispensable para las gratificaciones.
Mi actitud de uso extensivo de las nuevas tecnologías, no es, ni mucho menos, una excepción en la modernidad. Se manifiesta de forma especial entre quienes superamos la tercera década de vida y formamos parte de la generación que creció al mismo tiempo que lo hacían internet, las consolas de videojuegos y los celulares inteligentes.
Pero los pinos todavía más nuevos llegaron a este mundo con esas tecnologías como parte de su ADN. Los más bisoños entre los nativos digitales son incapaces de recordar, por ejemplo, lo que es quemar un disco. Mucho menos saben qué tienen en común un casete de cinta magnética y un bolígrafo. Para ellos, chatear es tan «natural» como conversar.
Por eso es necesario hacerles comprender que la comunicación verbal y las interacciones ciento por ciento humanas son las más importantes. Y es que muchas veces tomamos el camino fácil: como los equipos modernos tienen la capacidad de aplacar hasta al más inquieto de los jóvenes, se constituyen en un soporte para que «estén tranquilos».
La dependencia a estos artilugios crece con el tiempo, y ya hay estudios científicos que demuestran alarmantes grados de ansiedad entre quienes se separan por solo media hora de sus celulares.
Facebook, incluso, causa infelicidad, pues las líneas de tiempo de los usuarios están plagadas de momentos felices de sus amigos —casi nadie comparte sus frustraciones en público—, lo que lleva a la falsa creencia de que el mundo exterior es como la casa de dulces del cuento de Hansel y Gretel, siendo uno la bruja que habita dentro.
Acaso una «cura» para toda esta dependencia la brindó el gran escritor uruguayo Eduardo Galeano al advertir que no debemos caer en la tentación de ser máquinas de nuestras máquinas. Lo sucedido con WhatsApp demuestra que, por ahora, las máquinas llevan la delantera.