Una operación médica llega a su fin. La última canción del CD acaba de grabarse. La tienda ya está organizada para abrir sus puertas. La libreta del escolar fue revisada por su maestra. La calle se encuentra limpia para empezar otra mañana. El chofer recogió a su primer pasajero. El entrenamiento de un miércoles cualquiera comenzará.
La herida se ha infestado. El fonograma no clasifica para la disquera. La gente no compra, no se siente a gusto. El niño llega a casa sin saber nada. Por el medio de la ciudad van las personas dejando basura por doquier. Los transeúntes se quedan en la parada vociferando al conductor, que otra vez no quiso parar. El atleta se va a casa porque hoy no parece un buen día para correr (por supuesto, no triunfa en la competencia).
Separadas por la línea de la pasión, van estas dos secuencias de escenas paralelas sin aparente vínculo. Pero ambas son caras de un mismo espíritu: una anda con las ganas y la otra se queda en los frenos. No puede crecer la vida si no posee el extra del alma, el gusto por lo que se hace, la obsesión por lo que nos desvela. Da igual el empeño que sea: sin amor poco sabe ser bueno.
Por eso nos tropezamos a cada rato con mediocridades inexplicables o brillanteces insospechadas. Debido a un mal casi invisible, algo que debió ser brillante ha quedado opaco. O por causa de unas ganas desmedidas, el inminente fracaso se convirtió en triunfo. Vemos que allí, donde sobra el conocimiento y el talento, ha faltado el corazón. Allí, donde la inteligencia y los recursos no son tantos, han sobrado los deseos. Dos realidades contrapuestas conviven con la mayor de las naturalidades y una se queda boquiabierta pensando en cómo ha podido ser, en cómo puede llegarse a ese limbo sin fuerzas en el que un NO gigante se cuelga en la fachada de las mentes y el espíritu. ¿Por qué no solamente imitar sin remedio al que lleva el enorme SÍ como estandarte?
Por suerte, tampoco parecen tantos los desalmados que van aprisa por el planeta sembrando desasosiego y desidia. Por suerte, puede más casi siempre el que llega con todas las ganas a sanar lo roto. Pero no debieran existir fuerzas dobles para zanjar debilidades replegadas. Como no debiera una darse el lujo de soportar a quien solo nos pone el toque triste de una jornada de estreses. Porque el extra de las buenas energías no debería ser tan opcional, casual o maravilloso, sino la consecuencia misma de la vida, de salir a la calle, de quedarse en casa.
El oficio es arte cuando se practica con devoción. La vida es felicidad cuando se vive dándolo todo. Ya lo dicen quienes van por ahí derrochando ganas y se echan a un bolsillo de huecos abismales cualquier vestigio de «nosepuede». Con ese padecimiento de negar mil veces no hay quien cargue. Da igual que se trate de cualquier empeño aparentemente mínimo o de la proeza más despampanante que se nos ocurra: todo va en el extra del alma que sepamos depositar en cada paso. Solo eso marca la diferencia entre miles de horas de estudio y el calor infinito de una sonrisa. Una rutina no es nada sin la otra.
El que no pone el alma de raíz se seca, dice Dulce María Loynaz. Y no debería haber tantas ramas secas en una tierra de fértil sentimiento. No hay justificaciones para la mirada ausente o el gesto de descuido. No hay recetas de disculpas incluidas o esperas a mañana, para que sea un mejor día.
No sabía de quién era la frase, pero me pareció reconfortante encontrarla estampada en una ventanilla de nuestro transporte público: «El pasado y el futuro son formas de evitar el amor. El amor solo es posible aquí y ahora». Buscando en internet he encontrado que se trata de la primera de las cuatro reglas del amor del filósofo y líder espiritual indio Osho. Qué coherente que la segunda llame a transformar tus venenos en miel.