Entre las palabras más llevadas y traídas que hemos leído y escuchado durante muchísimo tiempo están, sin la menor duda, compromiso, control, exigencia, calidad, disciplina y esfuerzo. Y siga usted, amigo lector, la desmesurada lista.
Si recuerdo el uso de esos vocablos del léxico verbal o escrito de las administraciones, lo hago porque tanta repetición los ha desnaturalizado. O lo que es igual, ya no surten el efecto esperado. Y no hay peor ciego que el que no quiere ver o entender.
Hemos dedicado, por rastras, más ahínco a que se comprenda la necesidad de asumir ese comportamiento a través de la concientización que a imponer la obediencia sin extremismos, pero con rigor.
Es positivo que se traten de inducir las buenas maneras del comportamiento en el ámbito laboral o social mediante llamados y exhortaciones. Ahora bien, nunca se debe dejar el asumirlas al libre antojo de cada cual. Si se exigieran, con igual intensidad y asiduidad, para incitar a cumplir lo normado, otro gallo contaría.
Entre estas clásicas palabras de nuestra convivencia aparece el vocablo compromiso, referido al llamado a los trabajadores, asamblea o reunión mediante, con el fin de que cumplan su plan de producción, ese mismo por el que cobran un salario.
Resulta lógico que no haya necesidad de hacer ningún compromiso, sino exigir cotidianamente para que cada área involucrada en su realización haga exactamente lo acordado.
El mismo hecho de exhortar tantísimo a que haya disciplina confirma que la mayoría de las veces se vulnera por tirar, en el mejor de los casos, el machetazo después de que pasó el majá.
Y qué decir del término «control», que estamos hartos de escuchar o leer para indicar o hasta implorar que se plasme en la realidad. Ahí están, como testigos irrefutables de los deslices, los cientos de violaciones detectadas por las inspecciones, prácticamente sin excepción en todos los sectores. Se da, de forma reiterada, el caso de que a los aparatos de control interno se les esfuma lo que sí detectan las verificaciones fiscales.
El reclamo de lograr calidad en la producción o los servicios forma parte también de la rutina verbal o escrita de las administraciones, a pesar de existir las comisiones encargadas de velar por su concreción de acuerdo con las normas técnicas estipuladas, aunque estas se quebrantan.
Peor todavía. En no pocas ocasiones una industria con producciones regulares o malas logra resultados económicos satisfactorios, sin que el comportamiento de ese importante índice influya en su gestión. En otras palabras, la pizza, el yogur, el helado, la hamburguesa, el embutido, el picadillo, el cigarro y el pan, buenos, regulares o pésimos, le cuestan lo mismo al consumidor.
¿Hasta cuándo va a estar vigente esa práctica dañina que fomenta el desorden, amparada en el desatino de que un producto adulterado o de mala calidad se comercializa a sus precios originales? Si se penalizara a la empresa comercializadora con una rebaja, esta exigiría más a su proveedor para evitar pérdidas económicas.
Aceptemos que se sigan haciendo llamados a cumplir los compromisos, lograr control, exigencia, calidad, esfuerzo y disciplina con el fin de concientizar, pero eso requiere que las administraciones, de abajo y de arriba, como les corresponde, las resguarden con la exigencia in situ para evitar que el mensaje termine diluyéndose. Y aquí si no vale aquello de tiempo al tiempo.