Al entrar a Salvador de Yateras, el viento de agua entró por la ventanilla de la izquierda detrás del chofer, y Antonio Muñoz, mánager por entonces del equipo de Cienfuegos, sin ser meteorólogo se percató al instante de que el aguacero estaba a punto de romper. El ómnibus de los sureños iba detrás de los anfitriones guantanameros, conocedores del camino que los conducía a este poblado de la zona más oriental de Cuba.
Los primeros que dieron la bienvenida a los dos equipos fueron la mata de aguacate que se erguía paridora en el patio del viejo Pancho, y el torrencial aguacero que se soltó a las diez de la mañana y vino a parar pasadas las dos de la tarde, que dejó el terreno de pelota como una piscina campestre.
Pancho era conocido en el caserío por ostentar la mejor mata de aguacate del universo, paridora anualmente de cerca de un millar de frutos que él vendía a la comarca a distintos precios de acuerdo con su tamaño, con una máxima estrictamente cumplidora escrita en el tronco del frondoso árbol: Ni regalo ni fío.
Pero el viejo era, asimismo, el aguacatero al que más le gustaba la pelota en la zona. Llamaba a su árbol benefactor como el coloso de Yateras, y cuando veía un aguacate grande y pulposo lo identificaba como el cuarto bate del gajo. Lo cierto es que luego de amainar la lluvia, el árbitro principal Luis César Valdés, al observar el deterioro del terreno, propuso suspender el juego, pero las autoridades locales opinaron utilizar la técnica de darle candela al suelo y sacar el agua con cubos, latas y como fuera, pues era la única posibilidad de que los habitantes de ese pueblo pudieran presenciar un juego de la Serie Nacional. Julio César apuntó que él estaba de acuerdo en que el partido se celebrara, pero el que tenía que decidir si se jugaba o no en esas condiciones era el mánager visitador, Antonio Muñoz. Muñoz, guajiro al fin, sintió pena por sus semejantes y se montó en una furgoneta y con otro guajiro fue a buscar tierra de una cantera cercana.
Este gesto del Gigante emocionó a Pancho, y cuando ya el partido estaba a punto de concluir, con holgada ventaja local, se le acercó al director de Cienfuegos y le confesó emocionado: «Muñoz, yo siempre he sido un admirador suyo, y con la actitud que usted tuvo hoy, se merece hasta que Dios le regale mi mata de aguacate».
Pancho quiso darle un tono poético-religioso a su agradecimiento, pero como a Muñoz al entrar al pueblo se le había hecho la boca agua al ver la mata cargadita de aguacates, cortó la frase romántica del guajiro: «La mata que Dios me regaló no cabe en la guagua, pero los aguacates sí». Y acto seguido llamó a Rossel, su cargabates, y le ordenó: «¡Cógelo, Pantera!». El cargabates trepó como un felino por el tronco de la mata con el bolso de la batera amarrado al cuello y comenzó a llenarlo con los aguacates más crecidos y voluminosos.
Al ver aquello, el viejo dejó a un lado el juego, se paró debajo de la mata, y comenzó a vociferarle al cargabates como si este fuera uno de sus bueyes: «¡Oée, oéee, bájate de la mata, azabache!». Pero Rossel, absorto en la faena ordenada, hasta que no vio el saco lleno no se bajó del árbol. Luego fue hasta la guagua de Cienfuegos y colocó el bolso en el pasillo a la vera del asiento de su mánager. Cuentan que a Pancho Pérez le supo a hiel el juego y la victoria de su equipo, y cuando la guagua de Cienfuegos, ya de salida, le pasó por frente a su casa, y vio la figura de Muñoz retratada en la ventanilla, miró para el cielo y gritó: «¡Llévatelo, viento de agua!»