Entre las tantas noticias, la casualidad me ha llevado a leer la entrevista a uno de los últimos supervivientes del bombardeo de Guernica, la aldea mártir que inspiró una obra capital de Pablo Picasso. Era un día de mercado. Los campesinos de los alrededores habían acudido a traer sus mercancías. De repente, a vuelos rasantes empezó a caer la metralla. No hubo tiempo para buscar refugio seguro, apenas algún amparo precario. Cuando todo parecía haber terminado y los habitantes salían a recoger sus muertos, volvió la metralla.
En plena guerra civil española, Guernica era un pequeño pueblo vasco, carente de valor militar y de peso político. Devino símbolo del rostro más implacable de la guerra. El bombardeo de ciudades abiertas y el ensañamiento con civiles no involucrados en el conflicto era un modo de sembrar el terror con propósitos ilícitos, método utilizado ampliamente por el fascismo en su primera expansión. El miedo y la incertidumbre favorecen las posiciones conservadoras. A cambio de una seguridad pasajera, se renuncia al ejercicio de los derechos ciudadanos y a la defensa de los espacios conquistados. La memoria de la guerra civil española regresa a la actualidad cuando el panorama se ensombrece ante la derechización galopante. Por primera vez en la historia, se aproximan las coordenadas de Europa y de la América Latina. La crisis de las estrategias diseñadas por las izquierdas repercute en la conducta del electorado, inhibido en ocasiones, vacilante otras veces. No creo en la contemplación pasiva de ciclos históricos que se mueven como péndulos. Considero que la perspectiva a mediano plazo impone un análisis global.
Práctica efectiva, la presencia avasallante del miedo induce al desarme de las fuerzas políticas de resistencia.
En Europa, las consecuencias de la apertura de la caja de Pandora a partir de la guerra de Iraq se reflejan en un crecimiento del terrorismo que no conoce fronteras ni refugios, que amenaza los festejos y celebraciones colectivas y no se detiene al vulnerar los espacios simbólicos jerarquizados de las instituciones gubernamentales. La intromisión de la violencia en el Mediterráneo determina la también incontenible oleada de emigrantes. Por no estar involucrados en el conflicto, del lado de acá hemos escapado de ese flagelo. Pero por primera vez desde que se produjo el encontronazo entre dos culturas con la llegada de Colón, unos y otros padecemos, en igualdad de condiciones, las repercusiones de un mal planetario. Se trata de la crisis de legitimidad de una política, por olvido de principios víctima de la omnipresencia del neoliberalismo que permea la sociedad en su conjunto.
Surgida en plena guerra fría, la llamada escuela de Chicago pareció un núcleo pensante en torno a la economía circunscrito al ámbito académico. Pronto se convirtió en doctrina al servicio del poder hegemónico. Sus efectos inmediatos se manifestaron en el uso de la violencia extrema y su campo de acción fue América Latina. Las calles ensangrentadas de Santiago y la dictadura de Pinochet constituyeron un experimento que se extendió a otros países. La muerte y la tortura arrasaron con una generación de políticos e intelectuales que convergían en un sueño renovador. Tras la libertad concedida al libre juego de las fuerzas económicas, el crecimiento del poder financiero abrió paso a la corrupción más desenfrenada. Capitales golondrinas invierten por breve tiempo, para saciar luego sus apetitos en nuevos territorios vírgenes, mientras las utilidades se sumergen bajo la protección de los numerosos paraísos fiscales. Desencadenada desde arriba, la danza de la corrupción no ha tenido límites y amenaza, como espada de Damocles, a los políticos, una vez cumplido el papel que se les asigna. Descubiertos los fraudes, se integran al espectáculo que nos entregan los medios de información. Entremezclando lo esencial y lo frívolo, contaminados por el lodo, muchos políticos carecen de poder de convocatoria. Cuando la voluntad popular se moviliza para obtener mejoras dentro del esquema capitalista, la alianza de los corruptos depone, sin que nada suceda, a la presidenta de un gran país. Pero la fiesta no termina. Los autores de la trama, representantes de la institución política, se hunden en el pantano de la corrupción. Ante tal espectáculo, la piel del votante se endurece. Franqueado el límite del espanto, renuncia a ejercer su derecho o se inclina al aparente mal menor. Para los países que resisten al asedio, las guerras económica y mediática fraguan imágenes satanizadoras, y serán implacables. Cuando el golpe suave no funciona, la violencia está al doblar de la esquina.
A pesar de las fisuras que lo iban corroyendo, el campo socialista, mientras se mantuvo, constituyó un factor de equilibrio. En la Europa capitalista el Estado garantizó un papel regulador para asegurar una política económica que preservara un nivel de bienestar. Al faltar la contraparte, el enfoque neoliberal se impuso sin cortapisas. El proceso había estado precedido por el debilitamiento del movimiento sindical. De manera general, se impuso un pensamiento economicista, afincado en la renuncia de la clase obrera a las reivindicaciones políticas de mayor alcance. Fragmentada la unidad de otrora, las posibilidades de enfrentamiento a medidas que vulneran conquistas históricas son mínimas.
La corrupción rampante contribuye a la inercia y revela la crisis profunda de la democracia burguesa. De ahí el alto grado de abstencionismo y la conducta veleidosa de votantes que, asombrosamente, se manifiestan, sin tener conciencia de ello, contra sus intereses reales. El pensamiento de izquierda que asoma en Europa observa con interés, por primera vez en la historia, el ejemplo de los movimientos radicales de América Latina. Las experiencias más recientes de retroceso evidencian la urgencia de formular una plataforma política. Para lograrlo, tenemos que librarnos del vocabulario neoliberal que nos ha penetrado y tener en cuenta que las palabras son portadoras de conceptos. Es imprescindible proceder al desciframiento de las ramificaciones de una doctrina que invade todos los campos; desgaja la economía de las ciencias sociales; introduce reformas que ponen la universidad al servicio de las empresas y soslaya la formación humanística en favor de la mera adquisición de habilidades. Porque la preservación de la especie, con su capacidad pensante participativa, es su impulso a la configuración de un imaginario colectivo y promisorio; es la única garantía de futuro.