¿Acaso el mundo está abocado a un conflicto nuclear? ¿Será que entra en un capítulo más candente aún la tercera guerra mundial segmentada, como la advirtiera el Papa Francisco?
Algún ingrediente particular tuvo la leche que me suministraron desde mis primeros meses de vida. Odié la mentira desde que tuve uso de conciencia propia. De regreso al parque, niña todavía, había que calmar mis accesos de ira por las trampas de mis compañeritos. La experiencia de la vida me fue enseñando más tarde que el ocultamiento de la verdad es fuente de conflictos de toda índole, aunque, claro está, ingenuo sería olvidar que hay cosas que han de andar ocultas para garantizar el éxito de estrategias de largo alcance. Son secretos que atañen al destino de una colectividad y descansan en los estadistas que son sus representantes. Otros silencios resultan inútiles, cuando se multiplican las vías de acceso a la información y perduran como termómetros de los estados de opinión, la fábrica de bolas y la subrepticia táctica de la propagación de rumores. A pesar de que la nariz de Pinocho crece con cada mentira, suele decirse que estas últimas tienen las piernas cortas y, sin embargo, dejan huellas en las sombras de desconfianza.
Hoy me plagio a mí mismo. Me «fusilo», como en el argot periodístico llamamos a ese disparar sin reparos, para calcar el relato ajeno a pie juntillas. Solo me salva que reciclo mis propios juicios, los que, aclaro martianamente, a nadie los pedí prestados.
«Llegó la hora cero», dicen. El joven de 23 años, con un boletín en el bolsillo, se abre paso entre quienes caminan apurados por la Terminal de Ferrocarriles de La Habana hasta que aborda un tren. No le han dicho sobre paradas o planes, solo sabe que su destino está rumbo a oriente y algo importante sucederá.
El Comandante Hugo Chávez siempre quiso tener con sus adversarios políticos un diálogo de altura, un intercambio de criterios donde cada parte expusiera sus argumentos. Él creía en la lucha de las ideas, pero la oposición interna de su país nunca estuvo en condiciones de hacer un juego limpio.
A Isidro Pérez lo apodé el Bombero de Dobarganes, porque era el clásico pitcher al que siempre traían cuando el estadio estaba ardiendo y el equipo naranja a punto de ser achicharrado.
En poco tiempo, en tres puntos distintos de la ciudad, él chocó igual cantidad de veces con la misma roca.
Vive la vida, recomienda la filosofía del barrio. ¿Y acaso hacemos algo distinto? Tengo vida, luego vivo. Esa es la certeza íntima e impostergable de cualquier persona. Vivir, imperativo, avalancha sucesiva de energía y conciencia. Pero la frase no es tan torpe como aparenta. Excluye el simple existir, el mero impulso de respirar y andar.
Presumo de ser uno de los dichosos mortales que vinieron al mundo con un libro por almohada. Tan pronto aprendí a valorarlo, encontré entre sus páginas mi refugio favorito. Parte de mi cotidianidad discurre todavía a la vera de ese cómplice, de quien dijo Settembrini, uno de los personajes de La montaña mágica, de Thomas Mann: «A menudo en tu vida encontrarás que un libro es mejor amigo que un hombre». Puedo blasonar, además, de que mi biblioteca es como mi biografía, porque conservo en sus anaqueles un libro para cada etapa de mi vida.
A veces, escuchando sus discursos se me escapaba una sonrisa cómplice. Reconocía, en alguna cita, las lecturas compartidas en nuestros estudios de bachillerato. Nos separaban pocos años de edad, y el plan de estudios seguía siendo el mismo, con su buena dosis de literatura española del Siglo de Oro, ese maravilloso grito paralelo a un país empobrecido, obligado a entregar a sus acreedores la plata que le venía de las colonias, atrapado por una implacable deuda externa, fuente nutricia del capital originario de los países que emergían en el norte de Europa. Un librito, aparentemente periclitado en el tiempo, nos seguía ofreciendo las cien mejores poesías de la lengua española, desde la simpática y pícara vaquera de la Finojosa, hasta la severa Epístola Moral a Fabio, tan previsora respecto a los peligros que entrañan las ambiciones cortesanas.