Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
Y a veces lloro sin querer...
Rubén Darío
Generaciones enteras memorizaron los versos del poeta nicaragüense, tomados de Cantos de vida y esperanza. Con frecuencia, algú...
Que nadie lo dude: ¡De impacto!, la página temática que cada martes alegra a los lectores del diario impreso, está entre los materiales más leídos en la web de la semana que concluye hoy, y la propuesta sobre las buenas nuevas de que Jennifer Lopez se convirtió en lo más leído.
«¿Tú nunca haces arroz con leche?», me soltó a bocajarro, sin que viniese al caso, para inmediatamente después ponerse a explicarme una receta aprendida de su madre. «Eso es para que el niño aprenda lo que es rico», dijo antes de añadir todo tipo de consejos relacionados con el arte del buen comer y de cómo funcionan —según su criterio— los jugos gástricos y hasta la nutrición.
De la memoria musical más personal a menudo se nos presentan pegajosamente viejas canciones que en su momento hicieron furor y a ellas nos asimos hasta para tratar de relajar las molestias de la cotidianidad. Me ha sucedido una y otra vez con aquel bolero que interpretaba el chileno Lucho Gatica, en cuya letra se imploraba al reloj que no marcara las horas.
La sequía golpea aquí y allá. La alarma por la escasez de agua sonó hace rato: cisternas para el abasto a la población y hasta para garantizarla a los animales, la tierra agrícola agrietada, y constantes llamados a evitar el antológico despilfarro del líquido, más viejo en nuestro entorno que Matusalén.
Que no ponga el nombre y los apellidos del protagonista no significa que el relato sea irreal. Contarlo ya es casi como faltar al ambiente de confesiones de aquella noche. Así que no me atrevo a develar la identidad de este joven amigo. Tampoco hace falta. Porque puede ser solo su historia, o también la de otros tantos muchachos cubanos. Ojalá fuese así. Ojalá sean muchos los que tengan en mente aquella frase que mi compañero me soltó esa noche. Pero, por miles de historias, sé que esa no es la generalidad.
Si pudiera decirles quién fue Luis Carbonell… pero ni él mismo lo sabía. No ando buscando palabras. Una madrugada irrepetible, en el salón del aeropuerto Antonio Maceo, me lo confesó: «Yo no conozco a Luis Carbonell, yo aprendo con él, me sorprendo, lo ando descubriendo todavía».
A veces, el pensamiento se lanza por la pradera fértil como caballo desbocado. La casualidad propone encuentros inesperados y favorece la lectura, coincidente en el tiempo, de distintas fuentes de conocimiento.
¿Cuánto? Esa es la pregunta recurrente, arete labial, que les cuelga a quienes sopesan, miden, estiman la vida en el volumen del bolsillo o la cartera. Son como personajes de Balzac: indiferentes e inescrupulosos. Prefieren el dinero como metáfora del mal. Cumbre de la tentación. Excreta de la noche. Y estiércol del diablo, como lo tildó el acidulado Giovanni Papini. Con el dinero financian las elucubraciones armamentistas, sufragan las guerras, pagan a la prensa «napoleónica» con la cual, de haberla concebido, el Gran Corso nunca hubiera perdido la batalla de Waterloo. Mas, seamos justos: también el dinero impulsa la resistencia, sostiene las revoluciones, extiende la solidaridad, incluso la caridad. Y opera como medio de relación y signo distributivo. Todavía la sociedad no le ha hallado un sustituto racional, práctico.
La intensidad y el poder de creación son virtudes que no dejan de asombrarme siempre que vuelvo a la vida de ese muchacho llamado Julio Antonio Mella, nacido en La Habana el 25 de marzo de 1903.