Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Lo mejor que me pudo pasar

Autor:

Susana Gómes Bugallo

Que no ponga el nombre y los apellidos del protagonista no significa que el relato sea irreal. Contarlo ya es casi como faltar al ambiente de confesiones de aquella noche. Así que no me atrevo a develar la identidad de este joven amigo. Tampoco hace falta. Porque puede ser solo su historia, o también la de otros tantos muchachos cubanos. Ojalá fuese así. Ojalá sean muchos los que tengan en mente aquella frase que mi compañero me soltó esa noche. Pero, por miles de historias, sé que esa no es la generalidad.

Como no hay charla íntima en la que no aparezca el tema de las distancias, ese día hablábamos de migraciones. No solo las del alma (que son las de aquellos que se apartan para siempre de los suyos), sino de las físicas, las de los socios, parientes o conocidos que decidieron establecerse lejos de casa, del parque, del pueblo, del país.

Confieso que, aunque me embargaba un júbilo secreto, era incapaz de confesar lo que sentía. Solo unos días antes parecía haberse borrado de la historia la política de pies secos-pies mojados, que desde Estados Unidos promovía una emigración peligrosa bajo el manto de las tentaciones. Y aunque ese cambio me garantizaba a unos cuantos amigos cerca, me preocupaba también por esos que ya habían dado el paso inicial de marcharse.

Sin embargo, ese pesar por los que han tenido que cambiar de planes, me hacía cuestionarme la preocupante tendencia que ya habíamos adoptado de acostumbrarnos a lo insólito, a la travesía infernal que emprendía cualquiera de los nuestros por el medio del mar, al costo Dios sabe de cuánto. Y no solo pienso en precio monetario, sino en esa suma infinita que comprende la vida, la salud emocional y hasta la tarifa de dignidad que hay que sacrificar cuando se es un emigrante que prefirió ponerse en riesgo cual náufrago de su tiempo, antes que gastar desvelos en su tierra. Pero no era normal aceptar lo inaceptable. Y lo sabemos por miles de estremecimientos del alma.

Por eso, repito, después de ese 12 de enero, me alegraba por los socios que no tenían que ir a hacer nada por allá, según mi cariño empecinado por la Isla. Y entre esos compinches estaba el que me acompañaba esa noche, al que casi trataba de evitarle el tema porque no soy buena disimulando sentimientos y pareceres, y temía tal vez que él se hiriera por mi alegría ante su «desgracia».

Al fin, entre merodeos y confesiones, mi amigo tomó la iniciativa. «¿Quieres que te diga algo? Esto fue lo mejor que me pudo pasar», soltó sin más. Por dentro se me armó una fiesta. Era la confirmación de que me  acompañaba en mi obsesiva manía de defender la quedada. Sé que no soy la única en el país en la decisión de permanecer dentro, pero entre mi círculo de amistades y familia, he tenido ya que decir ese adiós doloroso. Por eso es que a veces me siento atravesada por estos sentimientos.

Pero mi amigo de esa noche —quien tantos sustos me había hecho pasar en los últimos tiempos, debido a sus estampidas sorpresivas que olían a adiós— ahora me estaba contando que por fin —política desaparecida mediante— se había dado cuenta —como muchas veces le dijimos— de que no tenía nada que buscar por esos lares. Entonces me enumeró las causas por las que debía quedarse, las razones por las que no estaría bien allá y hasta narró realidades de otros socios que, entre correos y mensajes, han ido renunciando a la inicial postura atrincherada de triunfos y autofelicitaciones, para pasar a reconocer que extrañan, y mucho, y que no es lo mismo, y que tampoco es tan bueno como lo pintan, y que «no hay tiempo para nada, asere, yo no paro de pinchar».

Ya sé que no todos vuelven —no vayan a inquirirme antes de tiempo—, pero también sé que muchos se mueren de las ganas de estar cerca. Y es verdad evidente también que no hay uno que no pase todo el año reuniendo un «dinerito» para poder regresar por unos días al sitio del que decidieron irse para siempre. ¿Qué vamos a hacer? Cada quien tiene el derecho de soñar donde se le antoje, pienso. Y la migración es tan normal como respirar, entiendo.

Pero, por sí o por no, lo importante es que mi amigo no se va. Y no porque las circunstancias lo obliguen o él vaya a pasar meses ideando una nueva estrategia de viaje o maldiciendo por lo que le ha tocado, sino porque piensa que ha tenido suerte. Quiere conocer el mundo (ese es un deseo natural que a casi todos nos toca), pero ya escogió para su suerte eterna a este trozo de tierra caimanera. Yo ando feliz. Nuestro círculo de colegas también. No hay dudas, entre nosotros, de que fue lo mejor que le pudo pasar.

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