Vive la vida, recomienda la filosofía del barrio. ¿Y acaso hacemos algo distinto? Tengo vida, luego vivo. Esa es la certeza íntima e impostergable de cualquier persona. Vivir, imperativo, avalancha sucesiva de energía y conciencia. Pero la frase no es tan torpe como aparenta. Excluye el simple existir, el mero impulso de respirar y andar.
Vive la vida, me aconsejan al lado. Y en el horizonte de tan redundante máxima, prevalece cierta subrepticia y nociva intención. Recomienda algo más. Y lo que pretende sugerir en tono tan inapelable, equivale a un apartamiento de las consideraciones éticas, a un cerrar los ojos ante una disyuntiva moral. Sacrifica la honradez, la verdad, el amor. A eso apunta. Porque vivir la vida para esta frase tan recurrente implica la erupción del yo y la inmersión del él, del tú, del nosotros. Exaltación, apoteosis del egoísmo, en la trama un tanto desvergonzada de una filosofía vitalista cuyo objeto es el placer y el tener.
Vive la vida. Goza, despreocúpate, záfate. Y los principios, ah, los principios, conviértelos en tus «fines». No partas de ellos, móntate sobre ellos. Y simúlalos. Solo se vive una vez...
Ahora, luego de haber conocido, alguna vez pronunciado y de haber hecho la ficha de tantas frases de uso común, me doy cuenta de que son versiones de una única actitud; visiones presuntuosamente originales del descrédito. Vive la vida. ¿No es en su esencia igual que «Déjate de escrúpulos, Échatelo todo a la espalda, Que arree el de atrás...»? Este diccionario ha sido un serón de redundancias, un tragante de malquerencias. El contacto con un lejano y persistente legado que utiliza la lengua para acusar su presencia.
Y no ha de asustarnos. El hombre es mezcla. La vida es mezcla. La historia se configura con el barro y con la sangre. Y la sangre va limpiando, como el discurso de Diógenes desde su barril, las adherencias irracionales. Y la frase de «Vive la vida» abre, como luego de un baño profundo, otros espejos, se resuelve en otra dimensión. Y en vez de ser sinuosa, escabrosa, norma de conducta, pasa a componer un desafío. «Vive la vida». Esto es, sóplale sentido: convierte el beso en luz; el trabajo en cimiento; el deber en identidad; la palabra en sinceridad; el acto en justicia; la relación en solidaridad.
Y los principios, ah los principios, transfórmalos en fuerza, en medio de renovación. Porque, si no, por mucho que los pregones, por mucho que aparentes rendirle acatamiento, se descubre que estás viviendo la vida al revés, usándolos para tu provecho. Con lo cual, además de falsearlos, los expones al desdoro. Porque otra cosa no hace quien, en nombre de lo justo, daña a una persona por emplear equívoca o inmoralmente sus principios.
Simone de Beauvoir recomendaba que para vivir con plétora de satisfacción la etapa última, esa que los nomencladores llaman eufemísticamente tercera edad, hacía falta entregarse a una pasión, a una obra, a un semejante. Y me parece que no solo en el trámite final de la existencia. Entregarse a una pasión aun cuando el vigor se desparrame por hirviente y abundante; a una pasión —creo interpretar la idea de la compañera del filósofo Sartre— que rebote en otro, en un plural juego de dar una prenda, aunque del lado de allá solo retorne el vacío. Porque, al cabo, el acto de dar implica también el de recibir las certezas de que se tiene el sentido profundo de la solidaridad. Solidaridad que no espera regreso, ni pago, ni gratitud. Y olvida pronto lo que dio.
Me he repetido, en voz alta, estas ideas aprendidas expiando tantos yerros, tantos devaneos. Y debo quizá dar gracias por intentar comprender que vivir la vida es una suma de elementos que no tienen razón natural para derivar en el egoísmo. Si así fuese, ya empezaría a ser el «bon vivant» de los franceses. El «vividor» de nuestra lengua, ese que chupa, muerde y luego se lava las manos sin sentimiento de culpa ni de responsabilidad. Me parece que para vivir plenamente mi sueño, también tú el tuyo, es inevitable integrarlo al sueño del otro, tal vez propiciando el sueño del otro. Porque, de otra forma, como diría el poeta Bécquer, qué solos se quedan los muertos... de espíritu.