Existen, en las páginas de la historia cubana, momentos de intimidad que le pertenecen a la gloria más pura y callada. Uno de ellos, de particular hermosura, es lo ocurrido una mañana de octubre en el hogar de don Mariano Martí y Leonor Pérez, cuando el hijo mayor, el único varón, sale de la casa camino al trabajo y con la tristeza a flor de pecho.
¿Qué hará falta para tomar, en un instante cualquiera, la decisión de hacerse guerrillero? ¿Dónde estarán las reservas de valor para renunciar al café caliente de las mañanas, al colchón domesticado por la forma propia, al beso enamorado, al sonido blanco de la sonrisa del hijo?
Ahora que el Parlamento echa su definitoria mirada de pueblo a documentos que establecen la arquitectura de país que deseamos y la ingeniería cotidiana que nos permitirá levantarlo y sostenerlo, es bueno recordar que en su formulación oral y escrita han sido decisivos los acentos y trazos personales de millones de nosotros.
Recuerdo las reuniones previas al 7mo. Congreso del Partido, en las que analizábamos las propuestas de documentos que aprobarían los delegados al cónclave en abril de 2016. Además del Proyecto de conceptualización del modelo económico cubano de desarrollo socialista y el Plan nacional de desarrollo hasta el 2030, se incluían la marcha de la economía del 2011 al 2015, el resultado de la implementación de los Lineamientos y su actualización para la etapa 2016-2021, junto con la valoración del cumplimiento de los Objetivos de la Primera Conferencia del Partido.
Tal parece que Manuel González Bello no quiere irse de entre los vivos y sigue de bromas y travesuras, a 15 años de su último aliento. Tal parece que el cronista descomunal, duende del ingenio y la hondura, tiene líos allá arriba con los muertos; y en cualquier momento reaparecerá en la redacción de Juventud Rebelde con sus escrutadores ojos azules, mientras ultima un cabo de cigarro y profiere agudezas a diestra y siniestra.
Ocupé el último asiento libre de la guagua. Detrás de mí montó una señora con un cake y enseguida me ofrecí a llevárselo. A mi lado, una muchacha cargaba a un niño pequeño que vio el dulce y se dijo: «Esta es la mía».
Soñé que, solitaria en una gran ciudad, buscaba inútilmente las placas indicativas de los nombres de las calles. No podía encontrar tampoco el número de las casas alineadas a lo largo de avenidas rectilíneas. La falta de referencias me producía una extraña sensación de desasosiego. Sin embargo, no sentía la angustia propia de quien anda perdido. De algún modo, el ordenamiento de la urbe, similar a tantas otras, me ayudaba a percibir su horizonte y me auxiliaba al descifrar la orientación que presidía el trazado de sus grandes avenidas. A pesar de la falta de ciertas indicaciones precisas, libre de angustia, seguí durmiendo plácidamente, segura de no perder el rumbo.
Anda por ahí una frase popular que debería ponernos en alerta, llamarnos a la reflexión y originar acciones concretas. «Ya nadie se faja a los piñazos», dicen algunos en alusión a hechos violentos que, de vez en vez, se generan en nuestro entorno.
CARACAS, Venezuela.— A veces no tengo tiempo de hablar sobre mi oficio. Preguntan con énfasis si soy doctora y empiezan a indagar de inmediato sobre alguna dolencia, medicamentos o nombres de otros profesionales que conocen. Así suelen ser los diálogos, radiantes o entrecortados, que sostengo con los hijos de esta tierra.
Bien se le puede hacer un monumento a determinado comercio por su puntualidad al abrir y cerrar, estrictamente, como anuncia el horario. Para que algún exaltado o cazador de desaguisados no diga, en do mayor: ¡Mentiraaaaa!, hago la salvedad: de su tipo resultan ahorita la excepción.