Tal parece que Manuel González Bello no quiere irse de entre los vivos y sigue de bromas y travesuras, a 15 años de su último aliento. Tal parece que el cronista descomunal, duende del ingenio y la hondura, tiene líos allá arriba con los muertos; y en cualquier momento reaparecerá en la redacción de Juventud Rebelde con sus escrutadores ojos azules, mientras ultima un cabo de cigarro y profiere agudezas a diestra y siniestra.
No le basta al empecinado quedar en el recuerdo y el cariño de colegas y amigos. No se sacia con las mujeres que amó, rendidas de nostalgia. No se conforma con la orfandad de sus tres hijos; habla, piensa y sueña por medio de Milena, Odette y Osmel.
No se resigna a los muchos lectores que devoraban con delectación sus sorprendentes reportajes en la revista Bohemia, como el audaz recorrido por la ruta del Flora 20 años después. Siguen buscando prosélitos sus Crónicas de Sábado en Juventud Rebelde: el latido de la Cuba callejera y profunda desnudándose desde la risa y la fina ironía. Por estos días releí esas viñetas costumbristas: están intactas en la provocación; parecen acabadas de escribir hoy.
Como si fuera poco el obseso deseo de perpetuarse de esa «sanguijuela» sentimental, por estos días María Lucía, su última mujer, descubrió bajo una montaña de bártulos, libros y documentos, una desaliñada y vieja maleta, como casi todo lo que tuvo Manuel en lo material, que fue bien poco. Y se apareció en mi casa con esta, para compartir una especie de arqueología de los recuerdos...
Bajo la exhalación de polvo fueron apareciendo, como emblemas de vida bohemia y fecunda en compromiso, los rastros de Manolo: viejos casetes de su adoración por Silvio, Pablo y Noel, junto a los argentinos Juan Carlos Baglietto y Víctor Heredia; un termómetro, la cámara fotográfica con que recorrió América Latina, tras la ruta del Che, diplomas por su participación en las MTT y como destacado de la emulación en la revista Bohemia en los 80, certificados de los premios obtenidos en concursos periodísticos y literarios; la Medalla Félix Elmuza de la UPEC y notas para un programa de clases sobre el reportaje: desde Martí hasta Tom Wolf y Ryszard Kapuscinski...
Y fotos, muchas fotos: Manuel de reportero lo mismo a dos metros de Fidel, en un recorrido, que con una familia de campesinos en algún sitio recóndito de Cuba. Manuel con campesinos de la ex URSS, cerca de Dushanbé. En la ruta del Che, por la selva boliviana. En el Cusco, Perú. Entrevistando a Conchita Fernández, la sempiterna secretaria... Manuel con colegas del periodismo... Y en todas las imágenes, la melena con que, tan silviófilo y beatlemaníaco, desafiara en años duros a extremistas y dogmáticos, esos que dudaron de su fe revolucionaria.
Manuel en la casa donde alfabetizó en 1961, con 12 años. Manuel adolescente, en medio del campo, con dos vacas al fondo, y en un grupo: no mira a la cámara, sino a la bella muchacha que le antecede... Manuel en la primera juventud, con el brazo por encima de una beldad (siempre son hermosas): el cigarrito ladeado, a lo Humphrey Bogart, y una copa, no precisamente de agua...
En la vieja maleta desvalijada también se entrecruzaban, como proyectos truncos, documentos para un libro que escribía sobre los niños de la calle en América Latina, notas para una investigación sobre el Asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957, que le obsesionaba…
Allí estaba su expediente laboral, que llevó a casa cuando se jubiló en JR. En una evaluación profesional de su trabajo, junto a elevados juicios sobre su grandeza periodística, se afirma: «Manolito se ha convertido en el alma de Juventud Rebelde. La calidad de su trabajo, su seriedad en los análisis, sus consejos y su alegría de vivir se extrañan cuando está ausente».
Al final del examen «arqueológico» ocurrió el hallazgo mayor. Ahí estaba, virginal y clamando imprenta, el libro que coronó la obsesión de Manolo: El hombre de Che Guevara, una aproximación al hombre nuevo predicado por el revolucionario y plasmado en su propia y justiciera vida.
El Che de Manuel es uno solo: en la guerrilla y en las no menos difíciles batallas contra lacras y dogmas en la construcción del socialismo; en la grandeza con que perdona a unos soldaditos bolivianos y en la ternura con que cura llagas de leprosos en su viaje por América Latina en motocicleta. El hombre nuevo, que no es perfecto, pero sí antepone el dolor ajeno a su satisfacción individual.
Al final, muchas cuartillas en blanco. ¿Qué crónicas quedaron pendientes? ¿Cuál sería el siguiente proyecto del incansable? ¿Cuál su próxima expedición? Manuel González Bello no tiene tiempo para morir. Él anda por ahí, a la vuelta de la esquina, observándolo todo con esos ojos inmensos para lo humano y lo divino; describiéndolo y juzgándolo todo como gran periodista. Hasta que, por acto de magia, irrumpe desde una vieja maleta llena de recuerdos.