Acabo de leer Aquí, un estremecedor manojo de poemas escrito por Roberto Fernández Retamar en los duros años 90. Despojado de recursos retóricos banales, con empleo de nuestro hablar cotidiano, nacido de la esencia profunda de la intimidad, expresa en tono conversacional mucho más que un testimonio del vivir personal en el hogar donde balbucean los nietos y descubre las primeras canas en la cabellera de la hija, evidencias de continuidad de la esperanza y del implacable decursar del tiempo.
No sé si alguien pudo avizorar la dureza de este 2020 y el modo en que sencillamente vivir ha sido una meta no superada por ninguna otra. Lo cierto es que en estos meses agobiantes hemos enfocado la mirada con énfasis en dos direcciones: hacia el pasado, o hacia el futuro; porque en el presente, tan incómodo y peligroso, no creo que muchos quieran detenerse, salvo para dar batallas imprescindibles.
Abre y extiende desmesuradamente los brazos como si fuera a atrapar el coronavirus, mientras grita soberbio: «Señores, estamos embarcados, casos y más casos, ¿hasta cuándo?». Luego se acerca con su cantaleta a los conocidos (o no) para informarles de dónde son los últimos contagiados, entra en detalles y, en especial, culpa a cuantos se le ocurra de que haya más brotes en nuestra verde geografía, exponente de una esperanza cierta.
Como una nube oscura, el coronavirus volvió a expandirse sobre el occidente del país. Dolorosamente La Habana, el centro neurálgico de la patria, vuelve a la etapa de transmisión autóctona. Ante la información dada por las autoridades, y también por las vivencias de amigos y familiares, se conoce que el rebrote indeseado ocurre por lo más desconcertante: la indisciplina de algunos, la minimización de los riesgos, la actitud de vivir hoy y no pensar en el mañana o en los otros.
SIN cese durante seis décadas y sin voluntad política para eliminarlo, el bloqueo que impone Estados Unidos a Cuba ha sido tan pernicioso para la Mayor de las Antillas, como la COVID-19 es hoy para la humanidad.
Era una pequeña casa de madera. Algo estrecha, la sala albergaba un escritorio, un librero, una mesa con tapa de mármol sobre la cual colgaba un curioso retrato del poeta Félix Pita Rodríguez desnudo. La habitación disponía del espacio suficiente para la cama matrimonial. Cocina y comedor conformaban el ámbito de un mismo local.
Algunas reacciones en redes ante la repentina y riesgosa reaparición del coronavirus, casi sin que pudiéramos disfrutar del aplanamiento de la curva para volver a asustarnos con su posible aplatanamiento, hacen recordar un interesantísimo post sobre el «arte de insultar».
Como serpientes que paren múltiples cabezas allí donde se les da un tajo, así parecían ser los pillos y pillas que han estado enmarañando las colas, como llamamos los cubanos a las filas que hacemos para acceder a múltiples servicios.
Siempre he sostenido que nos hace falta dedicarle una película a aquel hombre romántico llamado Pedro Felipe Figueredo Cisneros, el mismo que murió fusilado el 17 de agosto de 1870 en Santiago de Cuba, a los 52 años. Tal vez con un filme que recree los pasajes de su vida, los pinos nuevos —y hasta los mayores— entenderían la novela real de ese hombre, que lamentablemente hemos nombrado solo como el autor del Himno Nacional.
Precisar con lujo de detalles cuándo vi el primer dibujo animado o historieta de Elpidio Valdés me es imposible. Solo sé que ya en mis años de círculo infantil yo tarareaba la balada que le dedicó Silvio Rodríguez al mambí de muñequitos, patriota sin igual.