Algunas reacciones en redes ante la repentina y riesgosa reaparición del coronavirus, casi sin que pudiéramos disfrutar del aplanamiento de la curva para volver a asustarnos con su posible aplatanamiento, hacen recordar un interesantísimo post sobre el «arte de insultar».
Evidentemente preocupados por la irresponsabilidad de algunos y la suerte de todos, hay quienes no encontraron otra salida que proferir las más estridentes injurias contra los que violentan las medidas sanitarias, exponiendo a sus familias, las comunidades, las ciudades y el país entero a las consecuencias del virus.
Sin pretender descalificar los insultos en todas sus variantes expresivas como forma de comunicación, porque lo son —incluso pueden ser muy efectivos siempre que se recurra a ellos de la manera adecuada y con ingenio acorde a la situación—, lo discordante sería que, en defensa de una justa causa social común, nos arrastremos también por las alcantarillas de la incivilidad.
Como mismo un insulto bien elaborado, dirigido, mejor administrado y proferido puede resultar en una contundente forma de educación o de contención, incluso de necesario escarnio público, derivar en lo contrario puede terminar en la más absoluta y costosa incomunicación.
No será con improperios u ofensas desproporcionadas, tan tristemente regularizados en los espacios internáuticos y cuya mejor suerte sería caer en saco roto, o con el reflujo de vergonzosos regionalismos como, lograremos promover la sensatez, la responsabilidad y el equilibrio que se requiere para vencer una situación sanitaria y de crisis total como la que está imponiendo la COVID-19. Por el contrario, podríamos molestar la inteligencia y la sensibilidad del resto de los seres pensantes.
En medio de un mundo tan golpeado por el coronavirus como por la «infodemia» o hasta la «infoanemia» —de la saturación a la falta de información en los extremos—, ninguna medicina comunicacional mejor que entender esa complejidad en todas sus sutilezas.
Tenemos una humanidad segmentada no solo entre pudientes y pidientes, imperios e improperios, armados-desalmados y abandonados-desarrapados, enterados-estresados y ajenos-enajenados, oportunistas e importunados, entre otras clasificaciones que para definirlas harían falta varias academias. Dicho contexto exige una comunicación e información a la medida: menos de algarabía de solar e improvisación al calor de los peores instintos y sí una muy bien pensada y certeramente dirigida.
El pueblo cubano, mayoritariamente y con independencia de estratificaciones, pasa con la COVID-19 y sus crisis asociadas otra prueba muy dura, luego de tantas y costosas pruebas anteriores, y lo hace con una comprensión y una dignidad, un respeto a la vida y el bien de los demás —con ese demás en modo de humanidad entera— que su honra no merece ser rebajada a desprecios, feudalismos nacionales o agravios. Un pueblo virtuoso no se levanta sobre la bajeza, la vulgaridad y la mezquindad que se utiliza contra la Revolución Cubana.
Es bueno recordar siempre que, aunque internet y sus crecientes y enmarañadas redes nos ofrecen la sensación de poder congeniar varias vidas —como esos tan discutidos mundos paralelos del universo—, no es recomendable llevar una doble existencia: una física y otra virtual, porque en algún momento del camino se nos pueden cruzar ambas y no serían muy saludables las consecuencias del choque.
Cada día frente a este virus planetario, como decíamos en otro momento, estaremos ante un desnudo singular, frente a una DAFO inexcusable, retrato inevitable de virtudes y defectos, de saludables genes sociales y de peligrosas anomalías congénitas. Ellas nos revelan el tipo de seres humanos y de sociedad que somos y, en consecuencia, las fortalezas, debilidades, amenazas y oportunidades correspondientes.
No es casual que la comunicación y el periodismo modernos enfaticen tanto en eso que José de la Luz y Caballero llamaba la educación de los sentimientos. Contar historias y contarlas humanamente.
En tiempos en que la sicología y el sicoanálisis se reivindican tanto como las mejores aptitudes y actitudes no olvidemos que fue Sigmund Freud quien apuntó que nuestra civilización humana empezó cuando, por vez primera, un hombre insultó a su enemigo en lugar de atacarlo con palos y piedras.
Así empezó, seguramente, como nos recuerda Freud. La pregunta que sigue es si también provocaremos que, tantos siglos, palos y piedras después, terminemos de la misma manera.