Precisar con lujo de detalles cuándo vi el primer dibujo animado o historieta de Elpidio Valdés me es imposible. Solo sé que ya en mis años de círculo infantil yo tarareaba la balada que le dedicó Silvio Rodríguez al mambí de muñequitos, patriota sin igual.
Aquellas manigüeras aventuras me permitieron entender mejor las explicaciones de mi abuelo sobre las confrontaciones cubano-hispanas, de camino a la costera Gibara, cuya ruta de acceso se encuentra bordeada por fortines en ruinas, que me despertaban curiosidad.
Casi hubo que esclarecerme que «Erpidio» consistía en una ficción vinculada a Mangos de Baraguá, Mal Tiempo o la Toma de Las Tunas; todo eso con anterioridad a las lecciones de la maestra Ana María, pertrechada de láminas de epopeyas anticolonialistas, en mis clases iniciales de Historia de Cuba, en quinto grado.
Nadie de la Isla, de las últimas generaciones del siglo pasado, dejó de ajustarse el machete a la cintura, para empinarse en Palmiche (cual miembro de la prole de Mariana Grajales) y desquiciar a Resóplez y al gallina «Mediacara». Todos nos mortificamos cuando la boda con María Silvia se dificultaba sobremanera y el asunto se entorpecía por falta de tinta, Eutelia trasladaba la bandera esforzadamente y Marcial moría de verdad.
No bastaba con la programación televisiva infantil. Junto a mis amiguitos recapitulaba, desde un proyector, los pasajes creados por Juan Padrón, a «rollito limpio», mientras mi papá nos leía los textos. Y recién descubrí que Elpidio, en su debut, acompañó al samurái Kashibashi, a quien también conocía, pues mi mamá conservó las historietas de su infancia.
De uno de mis hermanos postizos me quedó El Libro del Mambí, a cuyas páginas acudo para profundizar en grados militares u otras curiosidades historiográficas tan accesibles en dicha bibliografía, que sin maneras complejas abunda en la temática.
Con el siempre joven coronel disparamos el cañón de tiras de cuero, cruzamos la trocha, eludimos a la policía estadounidense y a los espías españoles, organizamos emboscadas, descarrilamos el tren, recibimos expediciones, hostigamos al enemigo en zonas pantanosas, acorralamos a los «rayadillos», combatimos en Oriente en la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana, nos sanaron en campamentos monte adentro y supimos qué eran las prefecturas.
Salimos más que bautizados de fuego y de humor cien porciento criollo. Si hablamos de legado, ahí están: «¡Eso habría que verlo, compay!»; «La suya, por si acaso, míster»; «Corneta, toque usted a degüello»; «¡El arroz con boniatooo… y el caféeee!»…
Todas las frases se han extrapolado a la cotidianidad, sacándolas a colación incluso ante adversidades o situaciones caldeadas. Es muy difícil que, en un encuentro o reunión amistosa, nos inhibamos de «competir» en recordar varias de las estampas de Tocororo Macho.
Al «tipo súper-recontra-peligroso» y los demás personajes muchos residentes en otras latitudes se los llevan de su patria en imágenes en memorias extraíbles o descargan las mismas de internet, porque sus hijos, aun salpicados por las Cataratas del Niágara, asentados en Quito o en Madrid, estallan de risa con sus ocurrencias y refuerzan los genes tricolores.
Acá y allá, a pesar de tanto Disney, Discovery Kids y Cartoon Network, el Astérix caribeño pervive como parte de nuestra nacionalidad, a la altura de la Palma Real u otros símbolos, y tan autóctono como la yuca con mojo y el cerdo asado en púa o sobre hojas de plátano.
Medio siglo por supuesto que es motivo de celebración. Por ello no debe renunciarse a concretar una película de actores y actrices reales, la que Padrón en su momento planeó.
Adaptarlo a la virtualidad de las redes sociales y de un sitio web, publicar sus momentos notables otra vez, retransmitir sus largometrajes y animados de menor duración, u ofrecer un concierto alegórico constituyen el mejor de los afectos a Valdés y «Juanito», pues hay #MuchoMachetePorDarTodavía.