Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Nostalgia por lo artesanal

Autor:

Alina Perera Robbio

No sé si alguien pudo avizorar la dureza de este 2020 y el modo en que sencillamente vivir ha sido una meta no superada por ninguna otra. Lo cierto es que en estos meses agobiantes hemos enfocado la mirada con énfasis en dos direcciones: hacia el pasado, o hacia el futuro; porque en el presente, tan incómodo y peligroso, no creo que muchos quieran detenerse, salvo para dar batallas imprescindibles.

Al porvenir tratamos de imaginarlo; pero al pasado, recordable, hemos estado viajando con especial ternura y nostalgia en estos días de confinamiento. Eso explica la aparición, en redes sociales, de fotografías como evidencias de la infancia de cada cual, o de una época de libertad que no habíamos extrañado hasta el sol de hoy, cuando el planeta palpita atado por las cuerdas del miedo a la COVID-19.

Lo cierto es que diversas escenas donde habitaron personajes que marcaron nuestras vidas, han inspirado conversaciones entre amigos. En mi caso, ha vuelto a brillar en todo su esplendor el piano que los abuelos maternos compraron para que alguna de sus hijas llegara a ser una artista de éxito.

En torno a ese objeto de lujo que terminó saliendo de la familia cuando las contingencias económicas hicieron de las suyas a finales del siglo XX, se reunieron intérpretes y compositores de talento. Al calor de aquella hoguera melódica eran felices, y hacían felices con su arte, amigos como Eddy Gaytán o el tío Eulogio (Yoyo) Casteleiro, o dos sentimentales de la guitarra como Jorge San Martín y Alberto Monasterio.

Así, en noches que siguen siendo nítidas, un manojo de canciones que sirven para cualquier época —casi todas timbradas por el amor— desbordaban una casa del Cerro habanero que parecía tener imán, sobre todo en las jornadas soleadas, para hermanos de la abuela, primos, jardineros, carpinteros, jóvenes maestros de las matemáticas, doctores, vecinos que eran como de la familia, seres que fueron dejando sus trazas en mis sentimientos de niña esperanzada y ávida por conocer el mundo.

Tal vez porque las nuevas tecnologías no nos habían inundado, yo apreciaba que en cada una de las personas que tocaron mi alma infantil reinaba el don de una habilidad admirable: los adultos cantaban bellas letras a sus hijos o nietos para dormirlos; algunos, como magos, encantaban narrando historias mientras sacaban golosinas de los bolsillos de un saco; una tía sabía bordar pañales con una precisión sobrecogedora; y en la cocina los abuelos hacían dulces que nunca más probé.

A veces he pensado que si el mundo —el mismo que ahora ha enlentecido su marcha— fuese más «artesanal», más conectado a todo cuanto alguna vez se hizo con paciencia y con auténtico desprendimiento, las personas fuésemos más realizadas y mucho más libres del agobio de la modernidad.

He soñado hasta con hacerme mi propia ropa, y ahora lamento, por ejemplo, no haber tenido paciencia con Isabel, la vecina que casi me mata de nostalgia cada vez que vuelvo al barrio de la infancia y la saludo, a la cual mi abuela materna pidió que me enseñara a tejer abrigos. Ya no recuerdo las puntadas aprendidas con distracción; ni siquiera volví en otras temporadas sobre las combinaciones que quedaron pendientes.

Ojalá y a pesar del mundo virtual que subyuga a millones de seres con una dependencia casi enfermiza, pudiésemos convertirnos, desde nuestros hogares, en hábiles creadores de pequeñas cosas reales y útiles (ya sea una canción o un abrigo). Tengo la certeza, a estas alturas de mi adultez, de que una de las claves de nuestra felicidad está justamente en ganarle la batalla al aburrimiento. Y en eso creo que nuestros abuelos, sabios habitantes de un pasado que luce remoto, supieron llevar la mejor parte.

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