Como una nube oscura, el coronavirus volvió a expandirse sobre el occidente del país. Dolorosamente La Habana, el centro neurálgico de la patria, vuelve a la etapa de transmisión autóctona. Ante la información dada por las autoridades, y también por las vivencias de amigos y familiares, se conoce que el rebrote indeseado ocurre por lo más desconcertante: la indisciplina de algunos, la minimización de los riesgos, la actitud de vivir hoy y no pensar en el mañana o en los otros.
El coronavirus vuelve a cantarnos un strike, y ese marcador tiene que ser el momento de hacernos pensar si queremos sacar el bate en el giro del jonrón. Decimos esto porque el nuevo contexto vuelve a poner sobre la mesa una serie de interrogantes, aparecidas en los días más difíciles vividos hace unas pocas semanas en el país.
Algunas de esas son para meditarlas en toda su extensión. La primera, por ejemplo, ¿por qué razón una persona o un grupo persisten en violar las medidas sanitarias a pesar de tener a la mano información sobre los peligros de la COVID-19?
Entre marzo y abril, por las redes sociales circulaba un breve artículo del eminente intelectual francés Edgar Morin: Lo que el coronavirus nos está diciendo. En este, el padre de la Teoría de la Complejidad invitaba a reflexionar sobre el impacto de la COVID-19 desde una mirada de interrelaciones y no en soluciones aisladas. Basándose en la tesis de Morin, la doctora Hilda Saladrigas, decana de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, añadía una pregunta desde su muro en Facebook: ¿cuál debe ser la respuesta comunicacional al coronavirus?
Esa interpelación nos parece decisiva. ¿Habremos hecho todo lo que se debía en comunicación? Transitamos por un nivel de enfrentamiento a la pandemia, pero, ¿qué nos toca hacer en una nueva temporada en la cual el virus se termina por aceptar como un vecino peligroso, pero normal y por momentos hasta olvidado?
El asunto se complejiza al ver que en las actitudes de negligencia pueden incurrir ciudadanos calificados de modelos: educados, solidarios con los vecinos, responsables, participativos en las actividades de la cuadra… En los días álgidos de la pandemia, los veíamos aplaudir por la noche a los médicos mientras que por el día andaban sin el nasobuco o «compartían» —ron y fichas de dominó de por medio— como si la epidemia fuera un recuerdo.
Algunos llamarían a esas actitudes como una extendida y perniciosa hipocresía social. Pero, ¿son los seres humanos irresponsables por naturaleza, o es que el asunto resulta más complicado de lo que podamos imaginar?
Los científicos sociales tienen mucho que decir y proponer. En aquellos momentos, entre marzo y mayo pasado, los sicólogos alertaban que una de las complejidades de la pandemia se encontraba en la urgencia de cambiar la conducta humana en un corto período de tiempo. Al anunciarlo, los especialistas también ponían por delante un elemento importante: el comportamiento no se cambia con rapidez.
¿Cómo hacerlo entonces? Evidentemente, dar información oportuna a través de los medios de comunicación es importante, pero la vida nos está diciendo que esa no puede ser la única vía ni la forma exclusiva de transmitir el mensaje y crear incentivos para modificar la conducta y mantener en alto la percepción de riesgo.
A todas luces, ante las nuevas realidades se deben buscar otras maneras de hacer o promover, algunas quizá no tan usadas. ¿Dónde queda la cuadra, con las posibilidades de brindar talleres grupales adoptando las distancias necesarias? ¿Dónde se encuentra el control popular a través de una participación de los trabajadores en esos centros de trabajo donde se debe velar por el cumplimiento de las medidas sanitarias?
Son preguntas no para esperar sentados la respuesta, sino para actuar. Porque, como afirma Edgar Morin, mientras nos hace daño, el coronavirus nos revela verdades esenciales, y una de esas indica que nuestras acciones —en medio de las angustias y las luchas por remontar la crisis de la pandemia— «debe dar lugar a la solidaridad humana en la conciencia de nuestro destino común».